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Tribuna:A LA INTEMPERIE
Tribuna
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Una barra de acero

Juan José Millás

Estábamos atascados en la M-30, cerca de la salida del tanatorio, A mi derecha, dentro de un coche familiar, iba un sujeto de unos cuarenta años que tocaba sin pasión alguna el claxon, por aburrimiento. Delante de él había un camión gigantesco, del que de repente descendió en camiseta de tirantes un monstruo que se dirigió al del claxon. Metió la mano izquierda por la ventanilla, sacó la cabeza del conductor cogida por los pelos y le dio en la mitad de la cara un puñetazo que le hizo desaparecer en las profundidades del automóvil. Se hizo un silencio como de mediodía mientras el camionero regresaba a su fortaleza. Pensé que alguien -no yo: soy un cobarde- acudiría a auxiliar al herido, pero no se movió ni el aire. Es más, cuando me fijé en los conductores que me rodeaban para ver cómo podían soportar aquella humillación colectiva, observé que miraban hacia otro sitio. Sólo un niño, dos coches más allá del mío, parecía tan horrorizado como yo. Cuando sus ojos y los míos se cruzaron, sentí una profunda vergüenza por todos nosotros. Entonces se abrió la puerta del coche familiar y descendió, tambaleándose, el herido. Tenía la cara llena de sangre y llevaba en la mano un bolígrafo y un papel en el que, para vengarse, empezó a apuntar la matrícula del camión. No le dio tiempo. El monstruo en camiseta de tirantes descendió de nuevo de la torre de control de su vehículo, alcanzó al herido y le hizo tragarse el papel antes de arrojarlo al interior de su automóvil como si fuera un saco de patatas.Miré al niño que había dos coches más allá del mío y comprendí que si alguien no salía a enfrentarse con el camionero, no creería en nada ni en nadie el resto de su vida. De otro lado, yo mismo estaba lleno de un odio ciego, sin salida. Si hubiera llevado una escopeta en el coche, habría abatido sin duda al agresor. Así que de súbito, sin que interviniera mi voluntad, es decir, como un autómata dirigido a distancia por la mirada del niño, bajé del coche y me dirigí al camionero, que al oír la puerta se había detenido y me esperaba. Durante los segundos que tardé en llegar a una distancia razonable mi cerebro trabajó a una velocidad de vértigo: yo creo que realizó el equivalente a dos mil jugadas de ajedrez hasta dictarme el movimiento que debía hacer. De manera que saqué un cigarrillo, me lo puse en la boca y dije:

-¿Tiene usted fuego, por favor?

El monstruo en camiseta me dio fuego algo desconcertado y yo regresé a mi coche, a mi guarida, en realidad, con un temblor de piernas que no apreció nadie, porque nadie se atrevía a mirarme, excepto aquel niño, que desde luego estaba condenado a no creer en nada el resto de su vida. Ni falta que le hace, me dije.

Durante los días siguientes no pude dejar de pensar en el suceso, y cuanto más lo recordaba más odio sentía dentro de mi cuerpo. Podía haberme sucedido a mí: soy de los que tienen la manía de pitar en los atascos. Entonces encontré en la calle una barra de acero de unos cincuenta centímetros, y mi vida cambió cuando decidí guardarla debajo del asiento. La emplearía en la cabeza del primero al que se le ocurriera toserme. En los atascos tocaba el claxon más que nadie con la esperanza de que apareciera un monstruo de cualquier especie con tal de que llevara una camiseta de tirantes. A veces, cuando estaba nervioso por problemas de trabajo o familiares, me metía en el coche, tomaba la barra de acero, sosteniéndola un rato en el aire, y me entregaba a esa paz religiosa que proporciona el poder.

Me convertí en un hombre más seguro de mí mismo que antes, aunque también más agresivo. Por lo menos hasta que me dio por imaginar qué habría sucedido si el día del atasco en la M-30 hubiera llevado la barra de hierro debajo del asiento. Me vi avanzando hacia el monstruo con el arma en la mano, pero al llegar a su altura, en lugar de abrirle la cabeza, incomprensiblemente, le ofrecía la barra, para que pegara con ella al que había tocado el claxon. Lo peor de todo era sentir la mirada del niño cuando regresaba sin barra a mi automóvil.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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