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El héroe del verano

En cierta casa de campo en lo más umbrío de Galicia buscaron refugio en días pasados de la peste del calor un cierto número de madrileños, entre los que se encontraban ingenieros, pedagogas, un gran escultor, una poetisa no menos grande, ojos azules, muy buen gusto, memorables cocineros y temibles polemistas, y sin embargo al cabo de los días el héroe terminó siendo un joven con nombre guerrero y ojos de superviviente que sabía construir cárceles para moscas. (Transfórmese una botella en castillo con la torre principal sin techo y suspéndase en el aire. Antes, llénese el foso de vinagre: las hordas invasoras morirán ahogadas).Si se piensa sin embargo en la esencia de las cualidades de este soldado, natural de una de las pequeñas ciudades que rodean Madrid, se llega pronto a la conclusión de que su gran talento de cazador de insectos no era tan importante: apenas había moscas en realidad, y la construcción del temible penal colgando como un ahorcado de un clavo del techo de la cocina tenía más que ver con el alarde machista que con una verdadera necesidad, como por lo demás siempre sucede con la caza en este país.

Tampoco era tan importante su capacidad de convertir un viejo termo en lanzallamas o su rapidez para trasquilar perros de forma inapelable. Según intuían esos madrileños realmente asustados después de los calores asesinos de julio, lo verdaderamente importante es que este joven era el único capaz de contener la naturaleza en la puerta en caso de desastre.

Aunque todos los refugiados eran madrileños -quiere decirse que como vecinos de esta ciudad sin ley debían estar acostumbrados a todo tipo de asaltos y sucesos-, él fue el único con la sangre fría necesaria para enfrentarse a la atronadora estampida de motoristas salvajes que decidieron concentrarse un día en una aldea de la Galicia profunda de cuyo nombre no quiero acordarme. Debían de haber visto fotos de una concentración similar en California, o algo así, y ya se sabe que pese a su apariencia, el motorista, y en particular, el motorista chuleta, es junto con la oveja, el búfalo y el dominguero en pantalón corto, el animal más gregario que se ha descubierto. Pues bien: sabedor de que no era posible argumentar con ellas -aunque los publicitarios digan lo contrario, las motos son más cortas que el pelo de un rapado-, nuestro héroe recurrió a la astucia, la única arma viable. Con las primeras sombras, salió sigilosamente por la puerta de atrás, se deslizó pegado al muro hasta la curva por la que habían de seguir rebuznando motos durante un fin de semana histérico, hizo un truco de magia con los letreros de aldeas gallegas ya muy remotas, y además sedujo a dos rapaces para que se plantaran allí y dieran cualquier información que les pidieran los motoristass perdidos, siempre y cuando fuera falsa. Nada le puede gustar más a un chaval, sea gallego o swahili, que cometer trastadas y que encima le digan que es por una causa noble, de las que habría defendido el Capitán Trueno. Así se consiguió que la casa permaneciera en paz. Cuando se empezaron a enterar, los horteras del domingo ya tenían que regresar a morder el freno tras un mostrador, bajo el yugo de un horario y el látigo de un jefe.

Pero el cuento no tiene que ver con la insignificancia de los mosquitos, sino con el hecho de que ninguno de esos refugiados en la casa de campo, por los que cualquier país industrializado habría hecho una oferta, era capaz ya de distinguir a un haya de un roble, ni saber si un campo está destinado a siembra o a barbecho, y él, en cambio, -y precisamente porque podía reorganizar un enchufe o desestabilizar la demografía de las moscas-, parecía perfectamente capaz de sobrevivir en un mundo sin carreteras, ni teléfonos, ni concursos de televisión.

El escultor, los cocineros y los polemistas descubrían fascinados que un destornillador es pariente de una azada, y que los martillos pertenecen al mismo mundo que las manzanas, y al tiempo intuían consternados que en alguna parte, sin darse cuenta, habían perdido la conexión. Era como la foto de un paisaje en el que alguien, en algún momento desprevenido, hubiese cortado una tira en la mitad del paisaje e inyectado en ella la noche.

Mas como a los horteras de las motos, a ellos también les ha llegado la hora de regresar. Es una ley tan universalmente conocida que ya es un tópico: todas las vacaciones terminan antes. Antes de su final natural y, sobre todo, antes de que resolvamos los misterios de la pequeña libertad que nos ha sido dado entrever (libertad, se entiende, cuando se trata de vacaciones y no de grandes concentraciones de rebaños). El peligro del calor ha pasado -aunque conviene no guardar el abanico-, y los refugiados de la casa de campo regresan a Madrid, como todos los años, con la firme intención de aprender a construir prisiones para moscas, lanzallamas caseros y, sobre todo, distinguir las hayas de los robles.

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