Muñecos son
El vuelo Barcelona-Catania es en mi memoria una sucesión de imágenes discontinuas vagamente enlazadas por una única sensación la de la urgencia por lograr establecer una cercanía física, primero, y algo parecido a un inicio de conversación luego, con el sr. y la sra. P. Conseguí el primer objetivo una vez a bordo del avión, no sin suscitar las protestas de la que era mi acompañante desde que era yo un hombre divorciado: una tía abuela ya entrada en años a quien más bien incomodaba el que la hiciera avanzar, cogida de mi mano y apretujadamente, por el pasillo del avión, con el fin de no quedar demasiado separados del sr. y la sra. P., junto a quienes intentaba yo encontrar dos asientos libres. Casi estuve a punto de conseguirlo, pero mi empeño quedó frustrado por el conato... iba a decir de altercado, pero sería inexacto ya que raramente se producen altercados entre viajeros durante el primer día del viaje cuando todo el mundo pretende ofrecer a los demás la mejor imagen de sí mismos.Así, pues, digamos que mis planes de sentarme cerca del sr. y la sra. P. quedaron abortados por el interminable intercambio de pareceres opuestos entre cuatro pasajeros, en medio del pasillo: dos hombres de edad madura, pulcramente ataviados, y dos muchachas jóvenes, entradas en carnes, con arcangélicas y rizadas cabelleras rubias, vestidas de excursionistas, trataban de ponerse de acuerdo acerca de si resultaba más pertinente colocar la guitarra de ellas encima del equipo de filmar de ellos, con el. peligro de que el instrumento pudiera producir irreparables rozaduras en la piel plastificada de la caja del equipo de filmar, o, por el contrario, colocar el equipo de filmar de ellos encima de la guitarra de ellas, exponiendo así la integridad de las cuerdas del instrumento. Terrible cuestión, dada la igualdad de derechos disfrutada por todos ellos respecto al espacio del portaequipajes que podían ocupar, sus enseres pues, naturalmente, los cuatro habían pagado lo mismo por el pasaje, pero que un viajero con cara redonda, gafas de montura metálica, mirada avispada y dedo índice puntuando en el aire las sentencias que iba pronunciando, dilucidé con voz aflautada preguntando al mundo en general y a las rubias, rizadas, atléticas y ya acaloradas muchachas disfrazadas de excursionistas en particular: "¿A quién se le ocurre viajar con una guitarra sin funda?"
La pareja de hombres de edad madura sonrió, con indisimulada satisfacción, y una de las muchachas se sentó, abrazada a la guitarra declarada públicamente desprovista de funda. Uno de los defensores de la piel plastificada de la caja del equipo de filmar, ya sea porque una vez reconocida su razón en el litigio entrara su animo por las sendas de la euforia generosa, o porque viéndose centro de todas las miradas de los restantes pasajeros del avión. Sobre todo de los que aguardábamos de pie, en medio del pasillo- no quisiera -perder la oportunidad de demostrar cuán magnánimo podía llegar a ser, declaró que "de ningún modo puede viajar usted con la guitarra en la falda, ¡faltaría más!, ¡qué importa si la caja de la cámara ... !". Y ya se disponía a bajar del portaequipajes la maldita cámara y a colocar, en su lugar, la guitarra de las muchachas, cuando dos azafatas acudieron, abriéndose paso entre quienes aguardábamos a que los cuatro pasajeros se sentaran de una vez para para poder hacer nosotros lo mismo, -y tomaron cartas en el asunto.
Se comprenderá que no recuerde si fue la guitarra o la cámara de filmar lo que acabó por colocarse en el portaequipajes pero sí la cólera que me vi obligado a contener cuando, una vez sentados por fin los cuatro pasajeros que habían provocado el taponamiento, en el pasillo del avión, pude arrastrar a mi tía abuela hacia adelante y descubrí que el sr. y la sra. P. habían tomado ya asiento y que no quedaban plazas libres junto a, ellos. Y tuve que contentarme con sentarme un par de filas más atrás y al lado opuesto al que ellos se hallaban, de modo que sólo podía observarles fragmentariamente.
Procuré tranquilizarme y no cultivar el sentimiento de inquina suscitado en mí por los cuatro pasajeros que, con sus incordiantes defensas de sus derechos no sólo me habían impedido sentarme al lado del sr. y la sra. P. sino, consecuentemente, hallarme en situación de poder entablar conversación con ellos. De sobra sabía, de acuerdo con la experiencia adquirida a resultas de otros viajes realizados en grupo, que las antipatías que suelen estallar entre viajeros al inicio de la ruta, por motivos nimios, perduran durante unos días. No, por lo general, durante todos los días que dura el viaje, sino sólo durante los que uno tarda en sentir antipatía por otros, que hasta entonces se nos antojaban encantadores, y proceder a la habitual mudanza de afectos sociales consistente en trasladar a los primeros, los anteriormente privados de nuestro favor, las simpatías que, a buen seguro debido también a alguna insignificancia, les retiramos a los segundos. Sin ser un experto en este tipo de viajes, confesaré que superan ya la media docena los realizados con mi tía abuela desde el momento en qué la entonces mi mujer cambié la cerradura de la puerta de casa y me mandó una carta de despedida que terminaba diciéndome: mejor no vuelvas nunca. El problema no es que te quiera o te deje de querer, sino que en ti hay poco que querer o no querer. Mejor, vuelve con tu tía abuela, con quien creciste -es un decir- y que te lo explique y que te acabe de criar. Los viajes organizados entusiasman a mi tía abuela, una octogenaria animosa, sociable (dos tours turísticos anuales, le sirven para saciar su afán de ver caras nuevas a su alrededor y le proporcionan tema de conversación con sus amigas para todo el año), y lo suficientemente avispada para comprender que, si bien los viajes en grupo comportan sujeciones de horarios y otros inconvenientes, viajar, conmigo a solas resultaría, muchísimo más aburrido para ella. Y, en lo que a mí concierne, confesaré que, dado que tanto me da aburrirme solo o acompañado de una o de cuarenta personas, opto por contentar a mi tía abuela, pues una cosa es ser un hombre aburrido y sin apenas intereses, y otra, muy distinta, un desalmado. Y poca alma demostraría poseer si, siéndome indiferente aburrirme solo, con mi tía abuela, o con cuarenta y tantas personas, no eligiera hacerlo teniendo en cuenta las preferencias de mi tía abuela, una mujer que no sólo me crió, como decía mi ex- mujer, sino que siempre me ha mantenido, me mantiene y me seguirá manteniendo (a mí, a mi ex mujer y a la hijita que hubimos).
Sin embargo, mi deseo, de complacer a mi tía abuela no responde únicamente a un intento de corresponder a su generosidad digamos material, sino también al de agradecer con mi compañía -no demasiado alegre, pero es la única que yo puedo ofrecer y, la que ella tiene más a mano- el afecto, la inteligencia y el afán de comprensión que la anciana me ha dedicado siempre hasta el punto de que es la persona que mejor me conoce. Tanto es así que, no llevábamos ni diez minutos sentados en el avión, cuando, tras observarme de reojo un par de segundos y seguir la dirección de mis insistentes miradas, murmuró junto a mi oído:
-Tiene buena pinta. Es bastante guapa. ¡A ver si hay suerte, caballero! Se refería, por supuesto, a la sra. P. No contesté, pero sentí una oleada de calidez invadiéndome el pecho. No sé si las palabras de mi tía abuela se hicieron eco de mi pensamiento, o, si, por el contrario, fueron las palabras de la anciana las que lo incendiaron con lo que, de repente, se reveló como un deseo tan punzante como luminoso. O quizá fue un breve encuentro entre mi mirada y la de la sra. P. cuando, al rato de despegado, el vuelo y ante el ofrecimiento de bebidas de la azafata, pedí un whisky y la señora de Sanjuán, Diego, dentista, mi vecina al otro lado del pasillo por culpa del par de viajeros, pulcros y de las querubinas de la guitarra, exclamó con tono falsamente amigable y mirando su reloj de gruesa, dorada y llamativa pulsera que, de funcionar como es debido, señalaría las cinco y media de la tarde: "¡Cada cual se defiende como puede del miedo a volar, eh!", yo respondí: "¿Miedo? Me encanta volar, sobre todo en buena compañía. Hay que celebrarlo. ¿Puedo invitarla a una copa, señora?", la señora de Sanjuán, Diego, dentista, irguió el busto, entrecerró los ojos, como si le hubiera escupido en el interior, y, como si ahora fuera ella la que me escupía a mí, espetó- "No, gracias. Nooosotros no bebemos fuera de horas", y con la vista al frente, a dos asientos más hacia adelante para ser exactos, volvió, a escupir: "Nooostros no somos como otros" en voz más alta que no sé si llegó a oír su destinataria, la sra. P., quien al girarse ligeramente en su asiento para intercambiar unas palabras con la azafata que le servía un whisky, volvió su mirada hacia atrás, se encontró con la mía, levantó su copa y -sí, no hay duda de que había oído el contundente intercambio de lindezas entre la señora de Sanjuán, Diego, dentista y yo- me sonrió. Confesaré que casi me sentí alegre y, forzoso es reconocerlo, agradecido a la señora de Sanjuán, Diego, dentista, ya que su quisquillosidad me había convertido en receptor del brindis de complicidad que había sido la sonrisa de la sra. P. Intenté retener la caricia interior que me había recorrido por entero y prolongarla con la visión, ahora, del perfil de la sra. P., a quien, más joven que su acompañante, calculé cerca de los cuarenta. La media melena de color castaño oscuro le ocultaba eI rostro menudo y afilado, de piel levemente pecosa en los pómulos, cada vez que bajaba la cabeza para leer un libro cuyo título no podía yo distinguir.
De pronto advertí que la señora de Sanjuán, Diego, dentista, separada de mí sólo por el estrecho pasillo, llevaba rato observando mi estado, y mi objeto de contemplación, y, a impulsos sin duda de mi repentina euforia, cedí a la insensatez de intentar fastidiarla:
-Nos han mentido -le dije- Es verdad que el sr. P. salió hace poco, y varias veces, por televisión.
-¿Ese hombrecillo? -preguntó, aterrada-
-Es un talento -exageré- Y, si no me equivoco, ella también. No comprendo por qué nos han mentido. Querrán viajar de incógnito y que nadie les importune.
- ¿De incógnito? ¿Son famosos? ¡Diego, despierta! -dijo dando un codazo al dentista durmiente-. ¿A qué se dedican?
Fue entonces cuando cometí el gran error de referirme al sr. y a la sra. P con dos calificaciones cuya unión no podía anunciar nada bueno a alguien como la señora de Sanjuán, Diego, dentista:
Son poco famosos, pero muy inteligentes.
¡Vaya! -suspiró con cara de asco- Ya decía yo... En cuanto les he visto, me he dicho ¡Clara, cuidado con ese par! Y ya se sabe que la primera impresión es la que vale -añadió clavando una mirada rebosante de desdén en mi vaso de whisky, ya vacío-.
Fue petulancia lo que me incitó a pedir un segundo whisky, y la estupidez propia de los que, como yo en aquel momento, menosprecian la capacidad destructura del contrario. Ignoro qué otras cualidades poseería la señora de San Juán, Diego, dentista, pero debo reconocer que, como enemigo, estaba excelentemente dotada, ya que, tras advertir el regodeo con que pedí un segundo whisky a la azafata y adivinar que le estaba dedicado, alargó su poderoso, brazo, colocó su enorme mano sobre mi brazo y con voz guiñolesca dijo mirando hacia los asientos ocupados por el sr. y la sra. P.:
Serán lo que Dios haya dispuesto que sean; pero, la verdad, es que parece que se quieren como dos recién casados.
Pese a ser yo consciente de que la observación era producto de los afanes vengativos de la voluminosa y pelirroja arpía, debo confesar que, pronunciada justo en el momento en que el brazo del sr. P. rodeaba los hombros de su acompañante, me sentó como si hubieran sido diez las copas que me había tomado y, durante un buen rato, temí sucumbir al ridículo de tener que levantarme para dirigirme al servicio si no quería vomitar en público.
(Continuará)
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.