Los miserables
Dicen que la España de Valle Inclán está regresando. Así fue el otro día, cuando masas de energúmenos se lanzaron a la calle para defender, según dicen, el honor de su equipo de fútbol. Vimos adolescentes, matronas y cincuentones golpearse el pecho como rabinos. Esa máscara de la España eterna, sin embargo, nos pone nostálgicos.De nuevo la alpargata y la pandereta, es cierto; otra vez condecoraciones y ascenso para el guardia de la porra más achulado y vesánico; otra vez aquel juez del Supremo con aire de chalado y la colilla de Ideales apagada sobre la comisura tabernaria. Todo esto es verdad.
De nuevo los naturales de Capaburras alzados contra sus vecinos de Comeajos por unos litros de agua. Paisanos resecos vociferan sobre una tierra desierta cuya única iluminación son los incendios creados por la venganza, la enajenación y la barbarie. El ministro, pulidito, lavadito, asegura trabajar por el bien común, pero los alcaldes, broncos, inarticulados, cargan de yesca sus trabucos y se cagan en la madre que parió al ministro. El tonto del pueblo dice: "Ji, ji". Hace mucho calor y las brasas que arrastra el Levante nos asan los sesos. Es cierto.
Un magistrado gordezuelo pone en la calle al Sacamantecas, al Seisdedos, a los Siete Niños dé Écija, asegura ante los periodistas que al presidente Kennedy lo mató un delantero del Real Madrid, que él lo sabe de buena tinta porque así se lo ha confesado el Doctor Mengele. Vemos al Sacamantecas convocar a la prensa con gallardía torera, cogido a la cintura de una furcia y con un veguero entre los dientes obsequio de un conocido estraperlista. El juez es un Salomón.
Cuanto más renegrida se nos pone la imagen, menos gobiernan los gobernantes, los cuales parecen recibir su sueldo para posar como modelos de conducta, y no para gobernar. Los hinchas del Gobierno, incluido el Gobierno, dedican la jornada laboral a hablar de sí mismos, defender su honradez y sacar pecho. Ninguno se ocupa de aquellas tareas por las que recibe un salario: que en efecto llegue agua, que los bancos no nos cobren dos veces por todo, que haya más trenes, que circule más de un autobús por línea, que no nos envenenen los magnánimos empresarios del ramo de la alimentación. Pero el señor presidente del Gobierno considera que ha sido ofendido por la Historia y se retira a la casa de veraneo: "¡Ahí te las compongas, España!", dice antes de cerrar la puerta.
Ante semejante cúmulo de majaderías, el presidente de la Generalitat afirma estar harto, harto, harto, como una damisela a la que han llevado con engaño a un baile de raspas. Volvemos la mirada hacia la oposición: un rosario se desliza entre sus dedos de eternos funcionarios, de valedores seculares de los notarios, de los registradores de la propiedad, de los periodistas ladinos, de los pilotos de Iberia, de los directores generales, de los arzobispos, de los cabos de la guardia civil, de los agiotistas... ¿Serán éstos los que arranquen las condecoraciones del pecho de los torturadores, los que acaben con la megalomanía y la vagancia de los jueces, los que limiten la irresponsabilidad de la Administración pública, los que añadan un gramo de seso, o de educación, a la hinchada futbolística?
El jefe de la oposición no abre la boca. Si en rara ocasión se arriesga a mostrar que tiene habla, de inmediato una docena de turiferarios corrigen y afinan lo que se le ha escapado. Un día dice que "el español será la fuerza de intervención rápida de su futuro gobierno", otro día dice que él no es quien para impedir las explosiones nucleares del vecino, y otro que va a encarcelar a todas las mujeres que se vean obligadas a abortar. No hay declaración suya que no figure entre lo más innecesario de la historia de España. Todo él produce una inquietante sensación de innecesariedad.
Pero ésta no es la España de Valle Inclán. La España de Vale Inclán nos llena de nostalgia. Aquel país miserable, con sus curas sarracenos y sus aristócratas analfabetos, sus ministros rufianes y sus reyes de zarzuela, era un país pletórico de talento y de vigor. Unos luchaban por las libertades civiles, otros por la propiedad de la tierra o por la revolución social, algunos querían la república, el voto femenino, la anarquía o el vegetarianismo, los había, más moderados, que trataban de introducir el cubismo, la vacuna antirrábica o el protestantismo, muchos, muchísimos querían acabar con el peor cáncer de España, la ignorancia, la barbarie.
La estupenda España de Valle Inclán estaba en pie de guerra y para acabar con ella tuvieron que conjurarse todos los gobiernos occidentales para apoyar al general africano que se comía a los comunistas. Nosotros vivimos el momento previo a la guerra, el momento de la miseria. Fue J. P. Sartre quien señaló cuál es la diferencia: "El hombre de guerra vive en sociedad, la miseria, en cambio, impone la soledad. El hombre de guerra tiene cincuenta mitos a su disposición para dorarse la píldora; el miserable no tiene ninguno. El hombre de guerra tiene esperanzas; el miserable es un desesperado. Ambos han perdido la dignidad humana, el hombre de guerra la ha perdido en común; el miserable la ha perdido él solo". Y acaba con este juicio lapidario: "La miseria sólo puede compararse con la locura
La guerra, la lucha por un objetivo común, es siempre preferible a la miseria, a la resignación en la locura privada. Es cierto que hoy anda mucho loco suelto y no parece haber nadie un tanto aguerrido. Cuestión de tiempo: la miseria conduce inevitablemente a la guerra. A ver si esta vez la hacemos mejor.
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