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Los vivos y los muertos

Menos mal, menos mal, menos mal que, en Marbella, sea por liberalidad o porque tendría que empezar por prohibirse a sí mismo pasear vestido de hermano antropófago del doctor Livingstone, La Cosa edílica no se entretiene en dictar bandos contra el lucimiento de excedentes cárnicos por la rúa, como ha hecho el alcalde de Diano Marina, en Liguria. Cierto que, personalmente, me desagradan los turistas con camiseta imperio que te someten al tufo ancestral de sus pobladas axilas desde cualquier esquina. Pero hay algo aún más intolerable: que les quiten por decreto su derecho a ser desagradables. Claro que hay lugares a los que no debes presentarte en biquini si te sobran unas fibras, ni en tanga, si acumulaste unos decenios de cerveza: las carnicerías -por razones de seguridad-, las cercanías de la clínica Buchinger -por razones de integridad: los hambrientos salen al atardecer a hacer jogging, y a esa hora pueden comerse cualquier cosa-, y chiringuitos de playa tal que el Pachá, en el que puedes ofender a gente fina como la duquesa de Alba, que tiene su mansión de inenarrable estilo moruno ahí mismo y seguro que le da al prismático con el entusiasmo de Jimmy Stewart en La ventana indiscreta.Ahora bien: un lugar de veraneo que ponga trabas al lucimiento de las adiposidades del turismo medio está condenado al fracaso. Marbella, por ejemplo, se quedaría sin uno de sus pilares fundamentales, que es la gente común que viene a seguir con el rabillo del ojo la ruta del bacalao seco de la sociedad miameña-cañí. Son esas parejas que fotografían junto a los monumentos de la nueva era -y hacen bien en tomar fotos: si se limitaran a describirlos a su vuelta al hogar, nadie en su sano juicio les creería-, y que constantemente preguntan dónde se encuentra la casa de tal o cual celebridad de la jeta-set. Por cierto, que están desasistidos, ya que no existe libro alguno que aquí, a la manera de Hollywood, sirva de guía para recorrer las mansiones de los vivos, los vivales, los muertos, y los que se creen vivos porque nadie se atreve a contradecirles. Echo en falta un folleto explicativo, con tantos mapas o dibujos como sea necesario, que describa el camino para llegar, por ejemplo, a la casa -en forma de Casa Blanca de Washington: si es por fachada democrática, que no quede- del rey Fahd de Arabia Saudí, en cuyo jardín hizo construir La Cosa, hace un tiempo y a modo de homenaje ante una inminente visita del monarca, un oasis con chorrito en forma de alfanje que, iluminado de noche, constituye un grato espectáculo y una forma de no perderse que ríanse de las argucias de Garbancito. A propósito, desde entonces, haciendo gala de una prudencia típicamente beduina, el saudí no ha asomado, la chilaba por estos pagos.

Otro ítem que merecería ser reseñado, para abrevadero del turista, sería el modesto apartamento de Carmen Ordóñez -parece que su economía pasa por un momento precario, vaya por Dios, y encima con un novio joven; que, con el crecimiento, ésos sí que comen sin freno- en San Pedro de Alcántara, que se lo ha alquilado a la hermana de la interina de uña veraneante de Pamplona: lo juro por el Santo Grial, que acaban de encontrarlo y qué desilusión, tanta fe y tanto tour-operator para buscarlo, incluidao el Indiana Jones, y ahora resulta que es como un recipiente, algo rústico, apto para comer huevos pasados por agua. En el apartado residensias de occisos, tenemos ya dos, y preciadas. Por un lado, la de los Flores: su casa sigue sirviendo de vivienda a lo que queda de España, y está en una colina, detrás de una asequible tienda de ropa a la que acude a comprar, en los días de fiesta, el servicio doméstico de origen dominicano radicado en la ciudad. Por otro lado, habría que hacer constar en la guía el sencillo, pero lleno de muebles rococó, apartamento de don Jaime de Mora y Aragón, que también, en paz descanse.

Conste que todo esto no son más que ideas desinteresadas para mejorar el futuro de este simpático lugar.

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