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Tenerife

Juan Cruz

Los que se han quemado en Tenerife son los montes míticos de los guanches; teñidos de leyenda, nacen de nuevo como la metáfora de un paisaje en el que conviven la soledad y la belleza. Ahora es estupor lo que domina, como si una mano larga y negra, la lengua voraz del fuego, comprobara sobre aquella superficie tranquila su capacidad devastadora. Los isleños somos ingenuos e indefensos, porque nos cercan el mar, el cielo y la nada, por partes iguales, y en medio estamos nosotros creyéndonos -como es natural- el centro del mundo. Cuando ese centro se quema se nos quema todo el mundo. El fuego ha lamido con su fuerza viscosa incluso el Valle de la Orotava, que figura en la historia como la postal de Humboldt, y ese mismo fuego ha andado a sus anchas por los montes de La Esperanza, que en la historia sólo tienen el baldón de haber sido el centro de la última conspiración fascista que sufrió la libertad de España. Así que esa casualidad sin frontera que es el fuego ha roto la armonía paciente que la naturaleza construyó en medio de la isla para compensar ese aire de barco desolado que sería una isla sin su verde. Un pulmón natural que los isleños vieron quemarse mientras hidroaviones indecisos y políticos perplejos sobrevolaban una realidad más poderosa que cualquier crueldad y más verdadera que cualquier metáfora. La naturaleza -el fuego, el viento-, aliada contra el agua para añadir isla a la isla, desolación a la desolación. Otros incendios y otras catástrofes han sufrido las islas, y siempre han puesto a prueba ese lado claro del corazón que distingue a todo el mundo cuando todo parece que se quema. Isla habitada en su interior por el fuego callado del Teide: fuego en el corazón, dice la copla. A veces las coplas son terribles cuando se hacen verdad en la vida por la culpa indolente de los hombres.

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