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Miserias de Estado

En 1985, el que ahora escribe publicaba en estas mismas páginas un artículo titulado Intxaurrondo: la lógica de la excepcionalidad. En él, con ocasión de la muerte de Milcel Zabaltza, llamaba la atención sobre el dato gravísimo de que en ese cuartel de la Guardia Civil no sólo es que pudieran pasar ciertas cosas, sino que daba la impresión de que todo estaba preparado para que tal género de supuestos acontecieran sin dejar huella, con objeto de hacer imposible su persecución penal. Después, en 1988, en El Estado y las 'bandas de ladrones, llamaba la atención sobre la alarmante actualidad de una vieja cuestión: cómo distinguir a uno de otras por su modus operandi, en algunos casos. Más tarde, en 1989, bajo el título Inmunidades del poder, denunciaba el riesgo de que la elevación de la "seguridad del Estado" a la categoría de nuevo y terrible derecho fundamental podría muy bien significar licencia para todo.No pretendo ahora autoatribuirme dotes proféticas, sólo quiero poner de manifiesto que ya entonces -antes también podían leerse fácilmente en nuestra realidad institucional datos altamente preocupantes sobre el sesgo de aspectos centrales de la gestión de la cosa pública. Sobre la atenuación, cuando no eliminación sin más, de los dispositivos de control desde el derecho de prácticas del poder altamente significativas.

Frente a actitudes como la expresada en los textos a que aludo, se oponía la ilegitimidad de la duda sobre las actuaciones del Gobierno legítimo, cuando no directamente la atribución a nuestro Estado de la sospechosa hegeliana condición de ético. En efecto, al menos hasta hace bien poco, invocar cuestiones o pactos de Estado, llamar a la asunción de responsabilidades de Estado, reprochar al contrario la carencia de sentido del Estado, implicaba una suerte de cualificación / descalificación no tanto política como moral. La llamada a acceder a un nivel supuestamente situado por encima de los coyunturales intereses de partido; o el reproche de no estar a la altura de los superiores y en cierta medida intemporales del Estado. Pero lo cierto es que los pactos, las responsabilidades, el sentido, los intereses invocados o en juego suelen inscribirse en un más acá inevitablemente connotado de parcialidades y, como se ha podido comprobar, mucho más ceñido a las preocupaciones pro domo sua de quienes gestionan la cosa pública que a la sublimidad de ciertas supuestas determinaciones trascendentes de ésta.

Hoy, mal que les pese -o gracias- a nuestros sospechosos sacerdotes del burdo misterio estatal, el asunto no- está para esa clase de mistificaciones demagógicas. Ahora tienen que rendir cuentas de sus responsabilidades concretas por las acciones que se les reprochan, o por el encubrimiento y la ocultación de las mismas, que son, al fin y al cabo, otra forma de participación. Pero, sin que ello suponga merma alguna en la intensidad del reproche de la clase que corresponda (de político a criminal), bien valdría dedicar parte de la atención a reflexionar sobre una dimensión esencial y verdaderamente radical del asunto. Me explico.A partir de 1978, pero muy en especial después de 1982, ha sido usual, desde el poder, aludir despreocupadamente a la democracia como algo ya encarnado entre nosotros, como realidad en acto, cuando se sabía que la democracia, como dimensión axiológica del que hacer social, es un referente ideal, no realizado, e incluso siempre- en gran medida irrealizable, en cuanto permanentemente abierto a la incorporación de nuevos contenidos. Hoy, por desgracia, tenemos buenas razones para saber que no ya la democracia, sino el (más modesto) modelo constitucional de Estado de derecho, como sistema de límites, de límites a la política sobre todo, es en buena parte idealidad utópica. Ha sufrido y sufre, aquí y ahora, un importante déficit de realización.

Diría incluso más: si a lo que conocemos con certeza de algunos recusables modos de operar estatales sumamos lo que, con razonable fundamento indiciario, cabe sospechar producido, y lo que -aplicando el acreditado criterio criminológico de la cifra oscura- cabría presumir, a partir de ciertos datos, como posiblemente sucedido, hay base para temer que los quebrantamientos de la legalidad debidos directa o indirectamente a sujetos públicos superen en gravedad, y por la relevancia de sus consecuencias de todo género, a los de cualquier otra procedencia. En concreto, a los que se cargan en la cuenta de la delincuencia común convencional, que parece seguir siendo la delincuencia por antonomasia.

Quizá pueda sonar demasiado fuerte, pero es que, en este caso, al daño económico real, que ya parece ser sencillamente incalculable, habría que añadir el también incalculable ocasionado a determinados bienes y valores colectivos sumamente sensibles y el altísimo coste político añadido. El representado por la crisis de confianza, no sólo en las instituciones, sino incluso en la democracia a la que con tanta irresponsabilidad se ha venido asociando a la política en acto.

Con todo, quizá se esté en situación de salvar algo en términos de experiencia y de cultura política. Para ello sería preciso que en el futuro funcione la memoria colectiva. Una memoria histórica que se ha demostrado propensa a la desactivación y a la que experiencias como la nuestra y otras comparadas de parecido género aportan nuevos contenidos y buenas e importantes razones para la vela. Me refiero a la necesidad de que tome asiento definitivo y permanentemente actual en el sentido común una concepción prudentemente pesimista del poder -hablo, naturalmente, del poder legítimo; del otro, para qué hablar- y moderadamente optimista de la razonable eficacia de los límites, cuando aparezcan política y jurídicamente bien definidos y sustentados por un consistente apoyo social que propicie su operatividad. El empeño de hacer habitable el mundo en que nos toca vivir no permite dimisiones. Por el contrario, demanda esfuerzos y en este caso uno de lucidez y de audacia frente a los gastados tópicos del poder. No ya el del poder bueno, que espero definitivamente en quiebra, sino el del poder menos malo, al que cabría dar un margen de confianza ciega como el que todavía se solicita de nosotros para esas oscuras instituciones necesarias que existen en todas partes, y una de cuyas peculiaridades consiste en que no pueden confesar sus procedimientos.

Creo, sinceramente, que los ciudadanos hemos pagado a u altísimo precio el derecho al mas riguroso agnosticismo en cuestiones de Estado. En ese campo no hay nada que creer y sí todo por sospechar de aquello que no se ve, de lo que no es transparente; de lo necesario cuando no se sabe -aunque pueda imaginarse- de qué clase de necesidad. Porque está bien demostrado en términos empíricos que, sin la firme sujeción a ciertas reglas, el poder es inevitablemente perverso. Y, por decirlo bien gráficamente, porque hay experiencia abrumadora de que el Estado de derecho no se defiende en las cloacas, sino, más precisamente, de las cloacas.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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