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Reportaje:

El rey leñador

Arquitectura popular, buena mesa y mejores vistas es lo que ofrece este antiguo reino de la sierra

Ahora el oficio de rey está muy devaluado. Pero antes, en el siglo XVI o así, el que lo era se ufanaba mucho de ello y te lo restregaba por las narices a la primera de cambio. Ni siquiera Felipe II, que era todo un emperador, se libraba del pavoneo de sus iguales. Imagínense cuál no sería su estupefacción el día que llegó a palacio una misiva dirigida "al rey de las Españas, del rey de Patones". ¿Del rey de los qué? debió de inquirir don Felipe sin salir de su majestuoso pasmo.Aquella era la primera noticia que se tenía en la corte central (por así llamarla) de esta corte serrana. En realidad, aquella era casi la primera noticia que se tenía en España de la existencia de este pueblo agazapado en un barranco de la ribera del Jarama, junto al que habían pasado hasta los moros sin reparar en su presencia. E incluso los soldados de Napoleón, que varios siglos más tarde llamaron como Avon a todas las puertas desde Moscú hasta El Cairo, no cayeron en la cuenta.

Dejados de la mano de Dios, y del diablo, los patones se dieron a sí mismos un rey que los gobernase. Dicen que su monarquía se remontaba a tiempos de los godos, o de los romanos, y aun de los íberos. Cualquiera sabe. El caso es que duró más que una pila alcalina, y ello sin duda porque era democrática y campechana, pues según cuenta el viajero dieciochesco Antonio Ponz, el rey bajaba cada cierto tiempo a llevar cargas de leña a Torrelaguna. Duró y duró y duro, hasta que Carlos III, pensando acaso que no era propio de edad tan ilustrada haber otro rey a diez leguas escasas de Madrid, cargóselo de un plumazo.

Hoy, Patones es un pueblo dividido en dos barrios: el de abajo, erigido en el llano, y el de arriba, que es el de toda la vida y el que un día fue abandonado ante la inminente construcción de un pantano que luego resultó no ser tan inminente. El repentino éxodo, empero, tuvo de bueno que dejó las casas en su sitio, legando a las generaciones venideras su arquitectura primordial de pizarra. Y las generaciones venideras, mayormente progres aburguesados, no han perdido el tiempo y han rehabilitado viviendas que da gusto verlas, y han abierto restaurantes y tiendas de souvenirs, y pequeños hoteles con encanto de a veintitantas mil pesetas la noche. De modo que los patones vuelven a ser los reyes de la sierra pobre... ¿Pobre?

El precio de la fama es el atasco mexicano que se forma los fines de semana a la entrada del lugar. O sea, que conviene aligerar el paseo por entre piedras tan venerables (incluida la iglesia, de orígenes románticos con portada de medio punto una sola nave y coro en alto de madera) para echarse enseguida al monte a descubrir otras riquezas de Patones: las de su naturaleza. Una caminata recomendabilísima, de alrededor de 10 kilómetros, será la que nos llevará, ascendiendo por el lecho del barranco de Patones, hasta el collado de las Palomas y de aquí siguiendo el cordal hacia Levante por un cortafuegos, hasta el cancho de la Cabeza (1.264 metros).

El paisaje que se divisa desde esta cimera es de agárrate y no te menees. Las montañas de Somosierra y Guadarrama se alzan en lontananza, alimentando con el caudal de sus arroyos el enorme embalse del Atazar, manso mar que yace a nuestros pies. La brisa que sopla desde su terso azul huele a jara y a agua dulce. Y el observador, que lo es también de cumbres como las de sierra de la Cabrera y tan lejanas como las de la Pedriza, se siente rey con todo el derecho del mundo, tanto o más que el rey de las Españas o el de los mismísimos Patones.

Dulces (y caros) sueños

Dónde: Patones se halla a 60 kilómetros de la capital y tiene acceso por la carretera de Burgos, en cuyo kilómetro 50 hay que tomar el desvío hacia Torrelaguna. Las aglomeraciones de fin de semana convierten la entrada del pueblo en una auténtica ratonera, de modo que conviene aparcar lo más lejos posible.

Cuándo: cualquier época es buena para visitar Patones de Arriba. En tiempo de lluvias, no obstante el lecho del barranco se entolla y por momentos se hace penosa la andadura. Los domingos, el pueblo es tomado al asalto por cientos de turistas.

Quién: François Fournier, un decorador francés enamorado de Patones, ha rehabilitado recientemente un viejo caserón de pizarra, transformándolo en hotelito con cinco minisuites, mobiliario de época, alfombras persas, grabados... Se llama El Tiempo Perdido y hay que reservar con siglos (teléfono 843 21 52).

Cuánto: pernoctar en El Tiempo Perdido sale a 22.600 pesetas la noche. Y comer en El Rey de Patones (teléfono 843 20 37), cerca de las 4.000: gazpacho, judías, pisto, churrasco, cabrito.Y qué más: para obtener cualquier información adicional, dirigirse al Ayuntamiento de Patones llamando al teléfono 843 21 02.

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