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Tribuna:DEBATES
Tribuna
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Cuando Occidente ocupa el lugar del muerto

La impotencia militar occidental para reaccionar a la agresión serbia es igual a la imposibilidad de poner en peligro la vida de uno solo de sus soldados. En lo que a esto se refiere, se han convertido en rehenes de los serbios mucho antes de que éstos los cogieran prisioneros: ante todo, su vida debe ser preservada. Cero muertos: tal es el leit motiv de la guerra limpia. Tal es la perfección de la guerra al mismo tiempo que su decisión: la de un recorrido deportivo sin faltas.Ya ocurrió lo mismo en la guerra del Golfo, en la que los únicos muertos occidentales fueron accidentales. Pero al menos aquella guerra se saldó con una demostración tecnológica que creaba la ilusión de poderío (de un todopoderío virtual), mientras que Bosnia es ejemplo de una impotencia total. Y si bien dicha impotencia, que deja a los serbios las manos libres, corresponde al objetivo no confesado de esta guerra, también equivale a una castración simbólica del aparato militar occidental. ¡Pobre Occidente! ¡Si al menos pudiera cumplir alegre y victoriosamente su misión de establecer el orden mundial (liquidando todas las bolsas de resistencia)!, pero tiene que ver impotente, desde el fondo de su desgarrada conciencia, cómo este trabajillo sucio a escala mundial es ejecutado por mercenarios interpuestos. Tiene que asistir impotente a su propia humillación y descalificación.

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Pero esta parálisis militar no tiene nada de asombroso, está ligada a la parálisis mental del mundo civilizado. Se puede pensar que el hecho de que Occidente ya no pueda poner en peligro la vida de uno solo de sus soldados constituye un grado más alto de civilización, en el que incluso lo militar se incorpora a lo humanitario y al respeto a los derechos sagrados de la vida humana. En realidad, se trata de todo lo contrario, y el destino de ese soldado virtual, de ese soldado que ya no lo es, es una imagen del destino del hombre civilizado, cuyos desafíos y valores colectivos han desaparecido y cuya existencia ya no se puede sacrificar por nada. Sólo es posible poner en peligro lo que tiene algún valor a nuestros ojos.

El individuo que hemos producido, que glorificarnos, en su preocupación exclusiva por sí mismo, y que protegemos en su impotencia con toda la cobertura jurídica de los derechos del hombre, ese individuo es el último hombre de que habla Nietzsche. Es el usuario final de sí mismo y de su propia vida, el individuo terminal, sin auténtica esperanza de descendencia ni trascendencia. Es el hombre sin retorno, abocado a la esterilidad hereditaria y a la cuenta atrás. Mercancía no retornable, medio ambiente no retornable, materias primas no retornables: atmósfera no retornable. Este individuo está al final del ciclo, sólo le queda intentar desesperadamente sobrevivirse, espectralizándose, fraccionándose, pluralizándose, convirtiéndose en su propia criatura y en su propio clon. El último hombre no puede ser sacrificado, precisamente porque es el último. Nadie tiene derecho a poner en peligro su propia vida desde el momento en que ésta se reduce a su valor de uso, a su supervivencia en tiempo real. Tal es el destino, o más bien la. falta de destino, del último hombre. Tal es la esclavitud de su impotencia, a imagen de las naciones civilizadas, incapaces de correr ni siquiera el riesgo de salvar la cara.

Las dos cosas están profundamente ligadas: la eliminación de toda cultura extraña, de toda minoría singular, bajo la enseña de la purificación étnica, y la eliminación de la muerte misma como singularidad, como hecho irreductible -la más singular de las singularidades- bajo la enseña de la protección y de la supervivencia a cualquier precio. De algún modo, también se purifica nuestra vida, moviéndose cada vez más al abrigo de la muerte en su caparazón virtual, lo mismo que el soldado virtual de la ONU se pasea bajo su caparazón técnico. Ni siquiera se hace más real cuando es tomado como rehén, no sirve más que de material de intercambio en el potlach de complicidades y divergencias en trampantojo entre Occidente y los serbios, en esta inverosímil cadena de colusión, y cobardía de alta disolución que es esa mascarada militar en la que en el lugar del soldado desconocido se erige el soldado virtual, que no muere, pero que ocupa, paralizado e inmovilizado, el lugar del muerto. De este modo, asistimos a un despliegue de la muerte bajo todas esas formas allí donde ya no lo esperábamos.

Veáse si no la Unprofor y la Fuerza de Reacción Rápida. En el conflicto bosnio, ellas también han ocupado inmediatamente el lugar del muerto (¡que defienden encarnizadamente!). Incluso nosotros, todos nosotros, tras nuestras pantallas de televisión, ocupamos subrepticiamente el lugar del muerto. Los serbios, los asesinos, están vivos a su manera. Los de Sarajevo, las víctimas, están del lado de la muerte real. Pero nosotros nos encontramos en una situación extraña: ni vivos ni muertos, pero en el lugar del muerto. Y en este sentido el conflicto bosnio constituye un test mundial. En todo el mundo actual, Occidente ocupa el lugar del muerto.

Y no es porque no hayamos conjurado esta situación por todos los medios. Hemos logrado casi lo que los suizos, cuya artimaña secular ha sido la de suministrar mercenarios a Europa entera y de ese modo mantenerse al abrigo de las guerras. Eso es lo que hacen hoy todos los países ricos, que suministran armas al mundo entero y así logran exiliar de su territorio, si no la violencia, al menos la guerra. Pero no sirve de nada: justamente allí donde esperamos derrotar a la muerte ésta sale a la superficie, a través de todas las pantallas de protección, y hasta los últimos confines de nuestra cultura.

Todas nuestras ideologías humanitarias y ecológicas no nos hablan más que de eso: de la especie humana y de su supervivencia. En ello reside toda la diferencia entre lo humanitario y el humanismo. Éste era un sistema de valores fuertes, ligado al concepto de género humano, con su filosofía y su moral, y que caracterizaba a una historia que se estaba haciendo. Mientras que lo humanitario es un sistema de valores débiles, ligado a la salvaguarda de la especie humana amenazada y característico de una historia que se está deshaciendo, sin otra perspectiva más que la perspectiva, negativa, de una gestión óptima de los residuos, que por definición se sabe que son no degradables. A ojos de la supervivencia, es decir, de la vida prolongada supersticiosamente y protegida de la muerte, la vida se convierte en un residuo del que no es posible desembarazarse, y que cae bajo el peso de la reproducción indefinida.

Pues bien, en Bosnia estamos asistiendo a esta reproducción indefinida, a esta parodia macabra y a esta confusión siniestra de una historia que se está deshaciendo, a esta farsa en la que se confunden lo militar y lo humanitario.

Jean Baudrillard es sociólogo francés.

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