Viejos demonios surgen en Polonia
Desde hace tres meses, la Polonia poscomunista tiene un Gobierno presidido por un ex comunista, Jozef Oleksy, que fue secretario regional del POUP, y más recienternente, presidente del Sejm (Cámara de los Diputados). Calvo, más bien regordete, este hombre tranquilo y muy conciliador no preocupa en absoluto a los socios económicos de Polonia. Por lo demás, cuando uno escucha sus discursos jamás adivinarría que fue comunista antes de 1989. Oleksy, aceptado por la mayoría de la opinión pública, volvería probablemente al poder en caso de elecciones anticipadas. Evidentemente, las cosas pueden cambiar, porque Polonia, "el mejor alumno del FMI", sufre el azote del paro (que afecta al 15% de la población activa), de la bajada generalizada del nivel de vida y del aumento de la delincuencia, y si el nuevo Gobierno no encuentra remedios para esos males, su popularidad se vendrá abajo. Pero una parte de la clase política no quiere darle tiempo a poner en práctica su programa debido a prejuicios anticomunistas -algo especialmente anacrónico en su caso- y, sobre todo, a un cálculo muy político. ¿De qué se trata?Dentro de algunos meses, en otoño de 1995, expira el mandato del presidente polaco, Lech Walesa. Walesa llegó a ese cargo provocando la escisión de Solidaridad, y el sindicato nunca se recuperó de aquella guerra en la cumbre. En las últimas elecciones legislativas, en 1993, su lista ni siquiera obtuvo el mínimo de votos necesario (5%) para tener parlamentarios.
Walesa, muy pasional e imprevisible, y que cambiaba sin cesar de colaboradores sin preocuparse de su susceptibilidad, acabó por cansar a todo el mundo, y a principios de año su popularidad en los sondeos cayó a un mínimo histórico. No se dio por vencido, y repentinamente -sin motivo aparente- desencadenó otra guerra, esta vez contra el joven primer ministro, Waldemar Pawlak, católico y líder del Partido Agrario. La operación triunfó a medias: Pawlak dimitió, pero en su lugar llegó Oleksy, y no Aleksander Kwasniewski, presidente del Partido Socialdemócrata, ex comunista, que figura a la cabeza de las encuestas entre los candidatos para las próximas elecciones presidenciales.
Hay un refrán polaco que dice: "Cuando no se tiene lo que se quiere, se quiere lo que se tiene". Practicar el anticomunismo contra Kwasniewski habría sido más fácil, pero tampoco es imposible practicarlo contra Oleksy. Desde hace tres meses, Walesa y los suyos están lanzando la artillería pesada contra la "vuelta del comunismo a Polonia". Monseñor Jozef Glemp, primado de Polonia, fue de los primeros en disparar al acusar al nuevo Gobierno "de no respetar ya la libertad religiosa". Hay que saber que en ningún otro país de Europa la Iglesia católica es tan omnipresente como en Polonia. Sus capellanes han sustituido a los antiguos comisarios políticos en el Ejército, y quien no va a misa compromete su carrera. Por lo demás, todas las ceremonias estatales están precedidas o seguidas de una misa. Irlanda o Italia, en comparación con Polonia, parecerían países agnósticos. Para monseñor Glemp, eso no basta: querría que devolvieran a la Iglesia los bienes que perdió hace siglos y que se impusiera legalmente a la televisión la obligación de difundir "los valores católicos y cristianos". Es verdad que una ocupación tan masiva del terreno no resulta rentable políticamente, y el hecho es que los fieles, tan numerosos en misa, en la cabina electoral prefieren votar por partidos que no son explícitamente católicos. Ningún partido con etiqueta cristiana obtuvo parlamentarios en las últimas elecciones legislativas. Una parte de la jerarquía eclesiástica ha aprendido la lección, pero no parece mayoritaria.
Desgraciadamente, según todos los indicios, parece que Walesa, apoyándose en monseñor Glemp y en la derecha clerical, quiere y puede transformar las próximas elecciones presidenciales en un plebiscito por la Iglesia y contra el comunismo. Cuando se efectúa una campana semejante no se pueden evitar los patinazos, y eso es lo que está pasando ahora en Polonia. En ese país, un anticomunismo primario se une a un antisemitismo agresivo, que en cualquier otro lugar de Europa sería objeto de persecución legal. A finales de mayo, Solidaridad, repentinamente más vigorosa, organizó una gran manifestación en Varsovia ante la sede de la presidencia del Consejo y quemó la efigie de Jozef Oleksy con una estrella de David roja sobre su pecho. Entre los lemas más coreados estaban los que reclamaban que se enviara a Oleksy y a la mayoría de sus ministros "a las cámaras de gas". El ministro de Asuntos Exteriores, Bartoszewski, que estuvo deportado en Auschwitz, así como Jacek Kuron, figura histórica de la oposición al antiguo régimen y candidato a la presidencia en contra de Walesa, figuraban entre los futuros gaseados. ¿Tan corta es la memoria histórica de los polacos que han olvidado qué fueron las cámaras de gas y quién las construyó?, se pregunta Janina Paradowska en el semanario Polityka, sorprendida porque ningún dirigente de Solidaridad se distanciara de tales lemas ni los condenara.
El 11 de junio, el sindicato celebró su sexto congreso en Gdansk, como siempre, y en presencia de Lech Walesa. Como en la época heroica, todo el mundo asistió a misa en la iglesia de Santa Brígida, donde el padre Henryk Jankowski, que fue confesor y consejero de Walesa, pronunció una homilía v1olentamente antisemita., Según él, la estrella de David es la síntesis de la cruz gamada y de la hoz y el martillo, y concluyó diciendo: "Despertad, fieles polacos: no podemos tolerar la presencia en el poder de gente de la que no se sabe si viene de Moscú o de Israel". Los delegados de Solidaridad prorrumpieron en aplausos, pero las cámaras de televisión, que retransmitían el acto en directo, evitaron mostrar si Walesa también lo hacía.
En cualquier caso, aquello fue demasiado para la minúscula comunidad judía polaca. El secretario del episcopado, monseñor Pieronek, le dio la razón, y desautorizó la homilía del padre Jankowski. Pero, sobre todo, la gente quería saber lo que pensaba del asunto Lech Walesa, quien se encerró en un silencio que llamó la atención a ambos lados del Atlántico. Después de dos semanas de gestiones de las organizaciones judías norteamericanas, seguidas de una llamada telefónica del presidente de la Knesset [Parlamento israelí], Weiss (originario de Polonia), y -según se dice- de una advertencia de Bill Clinton (que supuestamente amenazó con no recibir al presidente polaco en San Francisco con ocasión del aniversario de la ONU), Lech Walesa acabó por efectuar una puntualización conciliadora: "Como polaco y cristiano, considero la estrella de David como el símbolo de la fe de la comunidad judía, que debe estar rodeada de respeto". Prometió que mientras fuera presidente lucharía contra el antisemitismo. Eso es bueno, aunque es dudoso que pueda librar su cruzada electoral anticomunista sin alimentar los viejos demonios de la derecha antisemita y clerical.
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