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FERIA DE SAN FERMÍN

Campuzano el miurista

Tomás Campuzano sabe de miuras todo, todo, todo. Tomás Campuzano ve un Miura y nadie tiene que decirle cómo ha de citar, por dónde lo debe torear. Los miuras, cuenta la leyenda, son género complicado: estiran la gaita a menos que uno se descuide; si no se les duda, se les da el sitio y se les ajusta el embarque, obedecen el engaño; si van a coger, primero avisan...Así de temibles son los miuras, muy conocidos por Tomás Campuzano, su chache José Antonio y algunos otros miuristas que en la historia de la fiesta han sido. De donde se deduce que un Miura en plaza es un quebradero de cabeza, un serio compromiso, un peligro latente. Y ese estado de inquietud debía de albergar Tomás Campuzano al ver aquellos 625 kilos de Miura que abrió plaza, su tranco incierto, sus galopadas huyendo del hombre y del percal. Pero hubo de durarle poco la inquietud. Justo el tiempo que tardó en tomarlo de capa, pues pudo comprobar entonces que el Miura de 625 kilos ni estiraba la gaita, ni avisaba, ni nada. Y debió sentirse feliz.

Miura / Campuzano, Fundi, Rodríguez

Toros de Eduardo Miura, bien presentados y armados, la mayoría con más de 600 kilos, mansos, manejables.Tomás Campuzano: estocada pasada (oreja); estocada traserísima baja (escasa petición y vuelta). Fundi: estocada corta trasera (palmas); dos pinchazos bajos, estocada corta y rueda de peones (aplausos y salida al tercio). Miguel Rodríguez: estocada atravesada tendida trasera, rueda de peones y tres descabellos (aplausos y salida al tercio); estocada traserísima y tres descabellos (aplausos). Plaza de Pamplona 8 de julio. 3ª corrida de feria. Lleno.

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Lo primero que debía hacerse con el Miura era templarle, y eso lo cumplió Tomás Campuzano con cabal ejecución de las reglas del arte. Los ayudados con que inició la faena, más que castigar sirvieron para mecer al toro en la franelilla, de la que se hizo amiga, y ya faena adelante siguió los recorridos que dictaba el maestro miurista, sin rebelión ni protesta alguna. Podría reprocharse a Tomás Campuzano que toreara sólo por derechazos y tan distanciado cuanto le daba de sí él brazo; sin embargo está la fiesta tan ajena a los cánones y a la torería, que habría sido ridículo poner reparos precisamente a quien construía la faena de muleta con estos preciadísimos valores del arte de torear.

Al cuarto lo toreó Campuzano tal cual -esta vez por naturales-, aunque sin tanto mérito pues este segundo Miura de su lote parecía borrego. ¡Miuras borregos! Llegan a estar presentes los miuristas de la tauromaquia añeja y se echan las manos a la cabeza. No todos dieron tantas facilidades, es cierto, si bien no sabría decirse si fue por su temperamento natural o por la lidia que les dieron. Muchas veces se ha dicho que para juzgar con precisión la auténtica valía de los toreros habría que verlos a todos con el mismo toro. Es una proposición utópica, evidentemente. Los toros son como los votos: un hombre, un voto; un torero, un toro. Mas dicta la experiencia que un toro resulta boyante o incierto, bronco o pastueño, según las manos, la cabeza y el corazón de quien lo torea.

Ahí está Fundi, jabato donde los haya, banderillero desigual -a su primero lo pareó sin acierto; a su segundo, con espectacularidad y valentía- que toreaba acelerado y violento, unas veces haciendo pasar al toro por el horizonte otras atropellando la razón hasta acabar comprometido, achuchado e incluso empitonado. Luego se arrodillaba delante del toro, a renglón seguido perdía la muleta atrapada por las astas, volvía al Miura con arrojo y tiraba un pase de escalofrío, para a continuación aliviarse sin orden ni concierto. Toreando de tal guisa era imposible averiguar la condición del toro y sólo estaba claro que con tanto trajín se acababa resabiando.

Miguel Rodríguez devolvía en sus turnos la normalidad torera y buscaba sosegadamente los terrenos adecuados, daba la distancia debida, ejecutaba las suertes marcando puntualmente los tiempos, y ése era un toreo de fuste, merecedor de albricias y premios, que estropeó con el deficiente manejo de las armas toricidas.

Al sexto Miura, el maestro miurista le hizo el quite de la tarde. Tomándolo de largo, le ciñó las chicuelinas con gracia sevillana, aleteó la revolera, se alejó marchoso y sonrió a la afición. Acostumbrado a pelear con miuras verdaderos, Tomás Campuzano debió pensar que en vez de una corria de Miura aquello era jauja.

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