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ARTE URBANO

Una firma, una vida

Muelle se impuso en el Madrid de los años ochenta sólo por su apodo convertido en rúbrica, una firma donde no había demasiados propósitos artísticos. La espiral terminada en punta de flecha que hacía de vector a la lectura bajo las letras, no era propiamente un dibujo, sino un recurso caligráfico bastante elemental.A los grafiteros la vida se los lleva temprano -no hay más que pensar en el neoyorquino Keith Haring, que también empezó de manera muy modesta en el metro-, y en eso Muelle no ha sido una excepción.- A la larga, no tuvo mucha fortuna en aquello de colocar su creación (en realidad su nombre), tener un galerista, probar con otros soportes. Soñaba Muelle con derechos de autor, con tener un buen local y mejores instrumentos para ensayar con sus colegas del grupo de rock donde tocaba; soñaba con poder hacer en una imprenta de verdad aquellas pegatinas que esmeradamente, coloreaba a mano, y soñaba buscando incansablemente el muro limpio que se viera bien al pasar (como su última obra importante: la firma a. seis colores en la M-30, ya borrada). Sus cálculos en las estaciones del metro le crearon enemigos, tanto entre el funcionariado del Metropolitano como entre los propios chicos del grafito, pues había quien iba detrás para emborronar la obra o algún imitador, que siempre detectaba.

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Las pintadas de Muelle admiten ayuda

Lo que Muelle no previó jamás es que su firma se iba a quedar como parte de una geografía de la que se participa sin conciencia y con mucha prisa. La firma de Muelle se ve, pero no se mira. Con algo de buena voluntad, algo habrá que conservar, que hoy arrancar trozos de muro pintarrajeados y guardarlos, tras lo de Berlín, no resulta nada raro. El que tenga un muelle que lo cuide. Ya no habrá más.

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