La excusa Induraín
A diferencia de la mayoría de los niños, siempre fui un inútil con las bicicletas. También traté de aficionarme al fútbol, sin el menor éxito, durante muchos años. Ya en la adolescencia me fumé algunos canutos para estar al nivel de modernidad que1a época requería: lo único que conseguí fue alcanzar la catatonia en cuestión de segundos, tener horribles pesadillas y despertar con ganas de vomitar. Como ustedes ya saben, la infancia y la adolescencia son fases propicias a buscar las cosas que nos igualan a nuestros semejantes. De adulto ya hace uno de su capa un sayo y va por ahí gritando que le importa un rábano quien gane la Liga, el Tour o el campeonato mundial de lanzamiento de txapela. Pero de pequeño... ¡qué hermoso es sentir la solidaridad de nuestros iguales! ¡Y qué desgraciado se siente uno cuando ve que algo que resulta tan fácil a los demás es para él algo prácticamente imposible!Mi abandono de la bicicleta fue bastante rápido. Cuando me caí por un terraplén y casi me parto las dos piernas, ya empecé a intuir que aquello no era lo mío. Al ver que si sólo había un árbol a diez kilómetros a la redonda yo conseguía emplastarme contra él, estuve a punto de dejarlo correr definitivamente. Y cuando me estrellé contra un coche parado de cuyo interior (les juro que es cierto) salió el mismísimo José Manuel Ibar Urtáin para preguntarme si me había hecho daño, decidí que mi historia de amor con la bicicleta había terminado para siempre.
Supongo que de esa frustración infantil me viene la manía que hoy día experimento hacia los ciclistas. Manía, todo hay que decirlo, que se ha visto agravada estos últimos tiempos por los carriles bici que nos han puesto en la Diagonal, por la obsesión de Pasqual Maragall de no bajar de su trasto ni para ir al lavabo (¡le he visto recorrer un taller de montaje de Seat subido en la bicicleta!) y por la tremenda afición al ciclismo que los triunfos de Induráin han generado en sus compatriotas.
En estos momentos, España vive una auténtica fiebre ciclista. En teoría, porque hay afición a ese deporte. En la práctica... Veamos, ¿qué le encuentra la gente a subirse a una bicicleta? Supongo que diferentes estímulos. El ecologista reafirma su complejo de superioridad sobre los demás mortales. El corredor de fondo solitario (pienso en el escritor Javier García Sánchez) busca una catarsis deportivo-místico-intelectual que aleje a los demonios que nos atormentan. El profesional... eso ya no lo tengo tan claro. Cada vez que veo por televisión inacabables vueltas, pienso (no olvidemos que soy un corredor frustrado) en cosas en las que nadie parece reparar. Por ejemplo, en que el sillín de la bicicleta destroza los cataplines de una manera angustiosa. O en lo insano que debe de resultar comer y beber sin dejar de pedalear. O en cómo resolver los acuciantes problemas fisiológicos (no pueden hacérselo todo encima, porque los estrechos pantalones que se gastan los ciclistas impiden la colocación del dodotis).
Es evidente que hay algo que se me escapa en este culto actual a la bicicleta. Reconozco que una parte de mi sorpresa y disgusto se debe al resentimiento Infantil. Pero en lo que concierne a la euforia generalizada ante los éxitos de Miguel Induráin (¡cuatro tours seguidos!), creo adivinar un sentimiento que no tiene nada que ver con el deporte. Concretamente, una nueva muestra del sempiterno odio al franchute.
Me temo que al pobre Miguel le está tocando vengar a nuestros camioneros maltratados cuando a él lo único que le gusta, por motivos que ignoro, es vivir sobre dos ruedas.
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