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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La ficción y la guerra

Mario Vargas Llosa

Como muchos ingleses que trabajan por los derechos humanos, Mark Thompson es joven, discreto, tímido. El anglicismo 'inconspicuo' le ajusta como un guante. En el compacto y humoso auditorio de Belgrado donde presentamos su libro, responde a las preguntas con frases muy cortas, y, a veces, monosílabos. Lo hace en inglés, aunque debe de entender perfectamente el serbo-croata, pues de otro modo no hubiera podido llevar a cabo la investigación de que da cuenta Forging War (The media in Serbia, Croatia and Bosnia-Hercegovina). Anda con una muchacha morena con la que, me dicen, acaba de casarse. Ella es croata.El libro se ha traducido y publicado en Yugoslavia (mejor dicho, en Serbia-Yugoslavia) gracias a periodistas e intelectuales de oposición al régimen de Slobodan Milosevic, mujeres y hombres dignos de admiración, por aquello que luchan -la democratización de su país y el fin de la guerra de Bosnia- pero, sobre todo, porque lo hacen a sabiendas de que, en el futuro inmediato, serán derrotados de nuevo, como en el pasado. Y, lo peor, ni siquiera se puede descartar que sus esfuerzos para conseguir que este libro se presente en Belgrado terminen sirviendo más a los designios del habilidoso dictador que a quienes lo padecen. ¿No es la aparición en serbocroata de Forging War una prueba de la libertad que reina en el país? ¿No lo corrobora el que la prensa y las radios de oposición hablen de él? La verdad es que estos medios sobreviven a duras penas y llegan sólo a una élite, en tanto que los que de veras cuentan -los que están al servicio del Gobierno-, ocultan lo ocurrido. Y, por ejemplo, la televisión estatal censura mi presentación de Forging War y, en la entrevista que me hace, conserva sólo las preguntas literarias, de modo que quienes ven el programa quedan con la idea de que he venido a Belgrado a hacer turismo y a hablar del boom de la novela latinoamericana...

"En estas maniobras, nadie lo gana a Milosevic", me dice uno de estos amigos yugoslavos, tarde en la noche, en un restaurante a orillas del río. Los comensales beben un fuego líquido llamado sliwowitz y una pareja de muchachas canta blues de los años cuarenta. Un vaho espeso sube hasta nosotros con los rumores del Danubio; el cielo está cuajado de estrellas. Él conoció a Milosevic de estudiante, en la Universidad, y dice que ya entonces se podía adivinar que haría una gran carrera política. Inteligente, laborioso, cínico y glacial: el perfecto apparátchik. Su futura mujer era una militante comunista entusiasta; él parecía vacunado contra toda emoción. Fantasma diligente, hombre sin cualidades, cálculo encarnado, ambición sin alma, fue progresando en la burocracia estatal hasta trepar a la cúspide. Su hora llegó con los primeros síntomas de inestabilidad en la Federación, a la muerte de Tito.

Su estrategia, sencilla y eficaz, está documentada al detalle en el libro de Mark Thompson. Consistió en desvestirse en un dos por tres de su uniforme comunista y revestir el de nacionalista a ultranza, proclamando, súbitamente -desde el simbólico corazón de Kosovo, donde los serbios fueron derrotados por los otomanos en 1389-, que la nación serbia estaba amenazada de un nuevo genocidio por una abigarrada coalición de ustachis fascistas, fundamentalistas islámicos y católicos, secesionistas de las minorías albanesa y húngara, fantasía delirante que una generalizada campaña de los medios de comunicación documentó, día a día, con planificados infundios y fabricaciones. Cuando esta invención estuvo, como en un cuento de Borges o de su gran discípulo yugoslavo Danilo Kis, firmemente arraigada en la opinión pública, nadie -nadie que no fuera un abyecto renegado de su patria, se entiende- pudo discutir los poderes imperiales que se había arrogado Milosevic, para defender a su pueblo contra el exterminio.

Forging War: así se fraguó, se forjó la apocalíptica guerra que sigue devastando el centro de Europa. Sin aquella operación política absolutista de Milosevic, tal vez hubiera podido evitarse la independencia de Eslovenia y de Croacia -en una muy flexible y descentralizada coalición de repúblicas autónomas- y, sin ninguna duda, la de Bosnia, cuyos dirigentes, empezando por el presidente Alija Izetbegovic, trabajaron todo el año 1991 por evitar la quiebra de la Federación. Pero, una vez desencadenado el proceso infernal, éste fue imparable, y a la sombra del siniestro caudillo mayor, el de Belgrado, otros caudillos surgieron, que, en formato menor y como en contrapunto a las maniobras de aquél, las emularon, con los medios a su alcance, en Zagreb, en Lubliana, en Sarajevo. Los canales de televisión, las estaciones de radio, los periódicos y revistas fueron el eje neurálgico de la formidable campaña de intoxicación que, sincronizadamente, atizó la desconfianza y el odio entre las comunidades y las regiones donde quedaban cenizas de ellos, o los resucitó si se habían extinguido, fabricando el clima propicio para que se desencadenara la carnicería. En este clima, las más estrambóticas farsas resultan creíbles (como la denuncia hecha por el funcionario serbio bosnio Biljana Plavcic de que "las fieras del zoológico de Sarajevo son alimentadas con niños serbios vivos"). Y, por supuesto, las voces razonables, las plumas sensatas, las de aquellos que intentan informar con objetividad u opinar con serenidad son irremediablemente reprimidas o descalificadas con los vituperios supremos: apóstata, vendido, traidor.

La investigación de Mark Thompson prueba que la tragedia de Bosnia no fue inevitable y que ella no resultó de viejos contenciosos históricos, étnicos y religiosos que habrían estado fermentando, discretamente, en los Balcanes hasta alcanzar su punto de ebullición. Ella fue artificialmente provocada gracias a la técnica de la manipulación de masas, en una sociedad donde no existía un sistema informativo libre y plural que hubiera permitido actuar a la opinión pública contra el desvarío nacionalista y sus inevitables derivados de xenofobia, racismo e intolerancia religiosa. Como en Las ruinas circulares borgianas o en los bellos relatos político-fantásticos de Danilo Kis (Una tumba para David Davidovich), una ficción fue concebida en abstracto e interpolada en la realidad, gracias a la propaganda- y a la vertiginosa eficacia de los medios audiovisuales controlados por el poder, hasta que ella se materializó en una sangrienta maquinaria de destrucción y muerte que amenaza con tragarse a algunos de los aprendices de brujos.

No al brujo mayor, por desgracia. Mientras viajo por carretera de Belgrado a Zagreb, dando un rodeo por Hungría, pues los serbios de Bosnia han cortado la carretera entre Croacia y Yugoslavia, oigo en la BBC y en Radio Francia alentadores comentarios de voceros de los gobiernos occidentales sobre las perspectivas de paz en Bosnia. ¿Quién despierta estas esperanzas? El presidente Milosevic, por supuesto! Acaba de entrevistarse con el enviado especial del presidente Clinton, y le ha dado a entender que, a cambio del levantamiento de las sanciones impuestas por la ONU, Yugoslavia podría tal vez reconocer al Gobierno bosnio, lo que arrastraría sin duda el sometimiento del líder serbio bosnio Radovan Karadzic al plan de paz. Y en los días siguientes, mientras recorro las hermosas laderas cargadas de verdura de la Eslavonia occidental, que, contempladas a la distancia, parecen la tierra más civilizada, próspera y pacífica del mundo (impresión que se hace añicos cuando uno entra a sus desventradas aldeas habitadas a menudo sólo por ancianos que se pasean como sonámbulos entre unas ruinas ametralladas y puñados de conejos o gallinas), las radios coinciden en presentar al presidente Milosevic como la pieza clave de la paz en Bosnia. En general, se reconoce su influencia apaciguadora sobre las partes en conflicto y su voluntad de compromiso. Y un funcionario de la ONU, con quien converso en Pakrac, me confirma esta impresión: "Aunque no sea un demócrata, es un estadista -me dice- y de él depende la paz. Tenemos que reconocerlo". Me muerdo la lengua para no preguntarle si, a su juicio, una vez logrado el fin de las acciones militares en Bosnia gracias a los buenos oficios del gobernante de Belgrado (¿quién se atreve hoy a llamarlo un dictador?), sería posible que Slobodan Milosevic reciba el Premio Nobel de la Paz.

Copyright Mario Vargas Llosa 1995. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El PAÍS SA, 1995.

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