Don Marcelo en Valladolid
Recamado tenebrosamente de pontifical, aquel gran hombre en un punto del orbe explicaba con trazos magistrales, si es que no eran infalibles, el polígono exacto, poliedro a la vez, de la Santísima Trinidad.Con irrefutable arrogancia no exenta de mesura en determinados pasajes, el ineluctable príncipe de la Iglesia construía en el aire abovedado y negro la orfebre arquitectura trinitaria con brillos cegadores e ilesa majestad.
Ni el Espíritu Santo, si temerariamente hubiese tomado la palabra, habría iluminado con más potente haz sus relaciones esotéricas con el Padre y el Hijo y las de ambos con la paloma equidistante y entre sí. Los privilegiados feligreses de la misa de una en el herreriano recinto de la catedral gris sentían el espiritual confort y hasta la satisfacción física de saberse testigos de excepción del Misterio, clamorosamente esclarecido allí, e impregnados copartícipes en una ascensional ceremonia por la escala de Jacob.
Lo escuchado era el fragmento nítido de un complejo retablo. El sermón completo, serie monográfica de teología exacta, se extendió, con el rigor de la belleza pura y en diamantinas piezas de quince minutos clavados, a lo largo de diez domingos secuenciales de inolvidable elevación y hondura.
En otras ocasiones, el arrollador canónigo de barrocas y fascinadoras bocamangas, encarnación de la prestancia Y de la perfección a que la sintaxis puede llegar ungidamente alojada en encías sacras, comenzaba su aparición celeste, consigo mismo concelebrada, con el inesperado relámpago de una frase del Times, Londres, de tantos de los corrientes. El resplandor de este sorprendente exordio, citado en correctísimo anglicano y traducido para ignaros al católico lenguaje vernáculo, extendía entre el común de los presentes y entre algún profesor de la Universidad que también asistía, con fervor discente, al espectáculo, un rumor luminoso de admirativo éxtasis que, transportado por el titán del púlpito de argumento en argumento por naves y arquivoltas, se resolvía en el tronar compacto de una cita de Tertuliano, San Ambrosio o algún otro sabio y santo padre de la Iglesia del predicador insuperable.
El llamado a sentarse a la diestra del Papa era en sí y en su verbo un miniado capítulo de la Historia de España. En él se acumulaban la razón y la fe con reverberaciones tan transverberadas que, sin ser de este mundo, eran existencialmente la esencia de España. (Hablo, justo es perpetuarlo, de un Don Marcelo en plenitud de facultades.)
Cuando los caldeados burgueses de la misa de una llegaban a sus cristianas y ejemplares casas, reciamente amuebladas, con los pasteles del domingo en una mano, el ABC en la otra y el corazón y la cabeza confortados por la comunión perfecta entre el racionalismo científico y el dogma incuestionable, del mediodía cenital de la capital de provincia, o al menos de sus más céntricos hogares, se elevaba hasta el cielo de Castilla, vale decir de España y aun del mundo universo, un dulce aroma a perfección sagrada y una paz impagable.
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