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Tribuna
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Ley de Costas

La Ley de Costas ha servido para algo: no siempre puede decirse lo mismo de las leyes, de la política y de quien la ejerce. Gracias a ella, por ejemplo, desaparecieron en Barcelona esos cubículos de la fritanga que llamaban chiringuitos, operación que desencadenó una sentimentalidad muy aceitosa. Y efímera: en Barcelona ya nadie se acuerda de semejantes chabolas y lo que luce es la posibilidad de ese paseo marítimo que ha de unir 40 kilómetros de playa. Posibles por esa ley.Al nacionalismo conservador catalán nunca le ha gustado ni el espíritu ni la letra de la ley. El otro día presentó una enmienda parlamentaria, que fue rechazada, pero en septiembre volverá a ello. Considera que atenta contra sus competencias: la costa, obviamente, es patria, mucha patria. El nacionalismo quiere gestionar toda la patria y se comprende, pues, su insistencia. El problema, sin embargo, es el siguiente: después de 15 años de autonomía, el único elemento de racionalidad aportado en la ordenación del territorio costero proviene de esa ley. Un tímido elemento de racionalidad, si se quiere, pero que, entre otras vértebras, proclama la imposibilidad de privatizar la playa, asunto no ya del progresismo, sino del mero sentido común.

Durante años, vivimos en la creencia de que la dictadura había sido la gran responsable del expolio del paisaje. Era cierto. Pero la desagradable sopresa fue comprobar que la democracia municipal y autonómica no frenó -bien al contrario, en muchas zonas turísticas- la destrucción del territorio, es decir, de un sentido antiguo, pactado y humano. La Ley de Costas no pretendió resucitar a los muertos: pero sí se alzó como un elemento superestructutal de corrección que garantizara la existencia de una cierta norma elevada, capaz de frenar la corruptela localista. Van a por ella, los patriotas, y lo entiendo perfectamente.

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