Un fogonazo de Alfredo da la gloria al Deportivo
El conjunto de Arsenlo Iglesias aprovechó su oportunidad en los 11 minutos de una atípica final de Copa
La esencia final del fútbol -la gloria y el drama que siguen al juego- se precipitó sobre Chamartín poco después de las ocho y media de la tarde. Un fogonazo de Alfredo, pues sólo en términos centelleantés se puede hablar en un partido de diez minutos, dio la Copa al Deportivo ante el estupor y la desesperación de los jugadores y la hinchada del Valencia. El histórico triunfo del Deportivo se tenía que producir así, de una manera angustiosa y teatral, con una puesta en escena casi mágica, tan apropiada para un equipo que ha hecho vibrar y sufrir a una afición admirable. Todavía hoy, cuando lean estas líneas, será difícil saber si el partido fue real o soñado, porque todo sucedió demasiado rápido: el gol, la respuesta estéril del Valencia, la felicidad de un equipo y el desgarro de otro. Pero algo ocurrió de verdad: José Ramón levantó la Copa y desde el palco la ofrendó a la fiel hinchada gallegi. Ese instante ya ha quedado para la historia.Todo fue inesperado y vital. Sesenta mil hinchas lo dejaron todo y se llegaron hasta Madrid, porque así lo exige la pasión del -fútbol. Semejante marea sólo explica la atracción que ejerce este juego sobre la gente. Sabían que viajaban para una aventura casi inexplicable. En diez minutos, o cuarenta como máximo, se consumirían las largas horas en la carretera, el cansancio, la esperanza y el miedo. Pero llegaron a Chamartín, con el corazón medio reventado por la tensión, y convirtieron el estadio en un escenario abigarrado de color, cánticos y ansiedad. Se preparaba un partido inaudito, el epílogo a la inolvidable final derribada por la tempestad del sábado. Quedaban diez minutos memorables.
Las previsiones hablaban de cautela y táctica, de un comienzo político, porque la capacidad de respuesta a un gol se hacía prácticamente imposible. Pero ocurrió lo imprevisto. Todo lo que ocurrió en esos diez minutos fue estrepitoso.Nada se ajustó al guión: el Deportivo salió con el mismo aire desafiante del sábado y conquistó la victoria con un KO inmediato. Luego todo fue impaciencia y caos frente al tiempo que se agotaba.
Por razones que se escapan a la lógica, el fútbol escoge a sus héroes de manera indescifrable. Alfredo volvió a ser el elegido de una gran noche. Cuatro. años atrás, marcó el tanto de la victoria en la final frente al Mallorca, cuando militaba en el Atlético de Madrid. Entonces era un jugador complementario, uno de esos jornaleros abnegados que siempre encuentran sitio en el fútbol. No parecía, sin embargo, uno de esos futbolistas destinados para la gloria. Ahora, en el Deportivo, mantiene el mismo papel secundario. Ni tan siquiera jugó como titular en el partido del sábado. Pero nuevamente Alfredo se reservó la gloria en otra final. Apenas comenzado el encuentro, Manjarín enganchó la pelota en la demarcación de interior izquierda y luego giró hacia dentro, para elevar la pelota al área, donde saltaron Camarasa y Alfredo. Camarasa, un central de toda la vida, falló en lo que debe -el juego alto- y permitió el control con el pecho de Alfredo, un jugador improbable para resolver una jugada aérea. Pero algo tenía la noche que contradecía todas los pronósticos. Alfredo se adelantó la pelota con el pecho y aprovechó el segundo de la defensa valencianista. Zubizarreta salió mal y llegó tarde. Alfredo metió la cabecita y dejó la pelota en la red. De nuevo, el fútbol le elevaba a la categoría de héroe.
Lo que siguió fue un duelo nervioso entre la impaciencia del Valencia y la tensión del Deportivo. Por un momento, pareció que se pasaba la misma película del sábado, en un tiro libre idéntico al que marcó Mijatovic. Esta vez, no. Su tiro salió junto al palo y por ahí se escurrieron las últimas esperanzas del Valencia. La Copa era del Deportivo. Y entonces se observó el lado grandioso y terrible del fútbol. Los jugadores del Deportivo corrieron hacia el fondo norte para celebrar con su gente el gran triunfo. Y en el otro lado, la afición valencianista sacaba fuerzas de flaqueza para corear a su equipo, derrumbados todos los jugadores sobre el campo, destrozados por la derrota en ese epílogo desconcertante. Lloraban todos, pero incluso en aquellos momentos de drama hubo tiempo para la grandeza. Zubizarreta se dirigió a Arsenio y le abrazó en un acto lleno de afecto. El triunfo tenía un nombre por encima de todos: Arsenio se retiraba feliz.
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