El paro invisible
El autor analiza con desolación el problema del desempleo, para el que confiesa no tener recetas mágicas. Y prevé que el empleo será la seña de identidad de la izquierda en el siglo XXI, "la única capaz de sanar su melancolía".
Otro fantasma recorre Europa: el paro, y le acompaña en su recorrido una nueva declaración universal: el empleo es el objetivo político prioritario. Es el objetivo político prioritario de todos los Gobiernos, de la Unión Europea, sea su índice de desempleo del 5,7%, del 12% o del 16%. No importa. Ha ingresado el empleo en el foro internacional de las causas justas, y corre el riesgo de ser un objetivo homologable a la erradicación de la pobreza, la paz, el hambre o la igualdad de oportunidades. En definitiva, corre el riesgo de ingresar en ese binomio, alimentado en congresos internacionales, compuesto por la ética y la cosmética.Ciertamente que el empleo es lo más importante, pero dudo que sea lo que más nos importe.
No pasa de ser un dato que aparece de vez en cuando escondido en las páginas económicas de los diarios. Algo que se comenta al final y que sirve sólo como garrote político. Somos responsables de bombardear a la opinión pública con tal cantidad de cifras que la hemos narcotizado, y por ello es incapaz de comprender la magnitud del fenómeno. El paro se ha convertido en un sujeto social estadístico; invisible, carente de significado real. Parece como si hubiera paro, pero no parados. Tal batería estadística nos impide comprender lo que de verdad está pasando con el trabajo, con su evolución, con su metamorfosis.
Tiene razón Stoleru: "El paro no es una supresión de trabajo, sino un deslizamiento de actividad", pero eso ¿qué quiere decir?, y, sobre todo, ¿por qué? Si es verdad -que no lo sé, y mantengo mis reservas- que hoy sólo explotamos el 5% de las tecnologías que estarán disponibles a comienzos del siglo XXI, ¿qué pasará entonces con el trabajo? Con el trabajo de toda la vida, con el único que somos capaces de comprender.
Cuesta reconocer que es difícil saber lo que está pasando, y que a menudo no es sencillo definir el empleo o el desempleo. ¿Cuáles son las causas reales del desempleo? Hay explicaciones para todos los gustos; la más reciente, la más descarada, y que goza de amplio predicamento, llega a la interpretación paradójica o surrealista de que la culpa del paro no es la ausencia de trabajo (que parece una obviedad), sino el comportamiento de los trabajadores. Sean éstos parados u ocupados. Parados, por percibir una prestación demasiado elevada -escandalosa para algunos- que impide su motivación y neutraliza la búsqueda activa de empleo. Ocupados, por ganar mucho más de la cuenta, y disfrutar de unas condiciones de trabajo paradisiacas, "heredadas del franquismo". Demasiado.
Y los que así piensan lo tienen muy claro. Saben perfectamente lo que hay que hacer: reducir las prestaciones de desempleo (¡hay que acabar con el fraude del INEM!), abaratar el empleo, abaratar el despido...
Los que no creemos en recetas milagrosas lo tenemos más difícil. No tenemos ninguna varita mágica.
Solía comentar Keynes que para resolver un problema primero es menester delimitarlo, y que a menudo el hacerlo con precisión supone la resolución el mismo. Y ahí está la verdadera dificultad para resolver el problema el empleo: no somos capaces de delimitarlo con precisión. Sabemos que hoy día existe una disociación que, en principio, parece insalvable: nuestra manera de trabajar (y de vivir) es consecuencia de un modo de producción caduco -la producción en masa-. El sistema actual de producir es otro -se producen bienes de marca o alto valor- y nos empeñamos, sin embargo, en seguir trabajando como antes. Algo habrá que hacer, y no sabemos, sin embargo, ni qué hacer, ni cómo hacerlo. A ello se añade que el empleo es algo más que un indicador económico, más que un requisito de convergencia y mucho más que una relación laboral. Es el determinante social por antonomasia; vivimos en función de cómo trabajamos, y por ello si queremos trabajar de otra manera deberemos aprender a vivir de otra forma. Y ésta es la verdadera dimensión de la apuesta. Hasta hace poco tiempo, la cantidad de trabajo, disponible identificaba la cantidad de riqueza o de bienestar social; de ahí que la reducción de trabajo fuera sinónimo de empobrecimiento. Pero esto poco a poco está cambiando. Ya no es del todo así. Somos capaces, como dice Gorz, de conseguir "cantidades crecientes de riqueza con cantidades decrecientes de trabajo", ya que el trabajo tiende a convertirse en una fuerza de producción secundaria. La economización de tiempo de trabajo en el núcleo estable de la producción (en torno al 25% de la población ocupada) es de tal magnitud que permite remunerar sin notables sacrificios a quien ha perdido su empleo o a quien engrosa las filas del empleo subalterno.
Y ante esto ¿qué hacer? En primer lugar, ni contentarse ni resignarse. Y no por razones de índole presupuestaria; el asunto es más complejo y más profundo. Hay que armar y hacer efectivo el derecho al trabajo, porque sólo a través del trabajo se forma parte del cuerpo social, se está en sociedad. Es éste un derecho político esencial, inalienable, que no admite relegación. Y que es, además, conseguible.
Corren tiempos confusos; con demasiada frecuencia aparecen recetas mágicas. Y la última acaba de llegar: reparto del tiempo de trabajo. Conviene recordar que el propio inventor del término, Guy Aznar, lamentaba la "catástrofe semántica" que la fórmula suponía, ya que transmitía una imagen estática y de racionamiento del bien trabajo: "Tarta escasa que debe ser repartida con ecuanimidad y justicia". El trabajo es un bien enormemente segmentado y dinámico que, cuanto más se consume, más riqueza genera. El objetivo es trabajar de otra manera para trabajar todos, y en el empeño vendrán afectadas todas las variables que determinan el bien trabajo: precio, tiempo, calidad, etcétera. Y esto exigirá sacrificios, deberá ser compatible con la productividad, y no será, sin duda, fácil de conseguir.
La productividad, ahí está la clave. Sólo el crecimiento de la productividad puede enriquecer a un país. Nuestro objetivo no consiste en realidad en repartir el trabajo, sino en establecer la relación de causalidad entre productividad y empleo. En otras palabras, en desviar la productividad hacia el empleo. Y los pasos a dar son dos: primero, elevar la cantidad y calidad del capital empresarial, mejorar el capital público que sirve de soporte a la economía privada y perfeccionar el capital humano. Y el segundo, será alcanzar esa operación casi de alquimia que significa traducir la productividad en empleo. Y dudo que ello se consiga porque así lo disponga el BOE, ni parece posible, por ahora, que se pueda lograr simplemente a través de un acuerdo entre empresarios y trabajadores. Todo ello se me antoja más complicado. Bastante más difícil. Sólo soy capaz de ver dos cosas con claridad: el espacio es la Unión Europea, y el único mapa con el que contamos para transitar por la Unión es el Libro Blanco de Delors, y a facilitar este tránsito dedicaremos nuestra próxima presidencia de la UE.
Urge la reordenación social de la producción, y aunque urja aún no sabemos cómo se podrá hacer. Sabemos, no obstante, que de esta respuesta dependerá el futuro de la izquierda en el siglo XXI. El empleo será, sin duda, su razón de ser, la seña de identidad de la izquierda, la única capaz de sanar su melancolía.
Este es el debate, y no la penosa y confusa ceremonia de índices, tasas y cifras. A nada conduce la grave letanía sobre la temporalidad, sobre la precariedad. Carecen de significado real las comparaciones estadísticas con otros países ("con la estadística hemos topado, amigo Sancho ... ). Y, mientras tanto, y hasta que este debate no prenda de verdad en el cuerpo social, podremos seguir diciendo que el paro es el problema más importante.... para los parados. Sobre todo, para los parados.
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