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Al otro lado del Estrecho

La explotación visceral de la injusticia histórica y las cuentas pendientes en las relaciones hispano-marroquíes, en un totum revolutum que va de la falsificación de pastas al diván del psicoanalista, abren a menudo expectativas lisonjeras para sus predicadores. Cuando, además, se tiene la oportunidad, como en el caso de Tahar Ben Jelloun (Anacronismo ibérico, EL PAIS, 30 de mayo), de publicar en tierra de infieles (que es un concepto recíproco), los dividendos se multiplican. Lo que pasaría desapercibido en páginas interiores de los periódicos locales adquiere un aliento heroico en un medio social presuntamente hostil.Ahora bien, a salvo su contribución al currículo doméstico del autor, estos panfletos son absolutamente contraproducentes para establecer sobre bases sanas una política de buena vecindad. Los nocivos patriotas de la pluma incurren en todos los excesos que denuncian en sus destemplados memoriales de queja, soliviantan a la opinión pública del enemigo y arruinan los esfuerzos más lúcidos en que están honorablemente empeñados quienes, a ambos lados del Estrecho, saben al menos dos cosas: una, que la modificación de imágenes negativas del prójimo requiere un trabajo paciente y continuado; otra, que mejor es comenzar con los problemas cuya solución no pasa por la cuadratura del círculo ni toca las partes sensibles del cuerpo colectivo.

Ha de aceptarse que los marroquíes consideren Ceuta, Melilla (y compañía) tierras irredentas. Pero se trata de un punto de vista, no de un sacramento. En último término, el único elemento incontestable del alegato marroquí es que las plazas mencionadas son contiguas a su territorio; la contigüidad no es, sin embargo, por sí sola un título de adquisición de dominio. Imagínese, si no, el filón que en Alaska tendrían los canadienses, tan codiciosillos ellos en la mar. ¿La Historia? No se conoce mayor cortesana en pleitos legales y políticos. En España se dice que cuando el actual reino de Marruecos nace, en el siglo XVIII, Ceuta y Melilla ya eran españolas. Los marroquíes replican que su reino es muy anterior. Cabe duplicar con los romanos, que llamaron a todo aquello la Hispania transfretana, es decir, la España al otro lado del Estrecho...

El paralelismo entre el asunto norteafricano y el de Gibraltar suele ser aceptado por el común de las gentes al calor de las apariencias, que engañan. Gibraltar fue objeto de un tratado de cesión de España a Gran Bretaña; Ceuta y Melilla, en cambio, sólo conocen acuerdos de límites con Marruecos que dan por supuesta la soberanía española. España jamás ha opuesto a la reclamación marroquí la pantalla de la libre determinación de la población de las plazas; todo lo contrario que Gran Bretaña en el Peñón. Gibraltar no ha sido -ni es- parte integrante de Gran Bretaña; Ceuta y Melilla ¿no son acaso territorio español?

Sobre todo esto se puede reflexionar con los marroquíes. Ocurre sin embargo que la célula que el rey Hassan II ha venido proponiendo para este ejercicio desde 1987 estaría predeterminada por la aceptación de la reclamación marroquí -que es política, pues carece de titulos legales- y limitaría su objeto a articular el cuándo y el cómo del traspaso de soberanía. Y claro, la política puede llevamos en el futuro en esta o en otra dirección, pero por ahora no hay razón para comprometerlo. Lejos de levantar críticas infundadas, debería agradecer Marruecos la prudencia -y, según algunos, la pusilanimidad- del Gobierno español en la tardía y limitada conformación estatutaria de las plazas norteafricanas, buscando con España el método de fomentar el desarrollo de una región muy deprimida.

¿El Sáhara? En 1975, los llamados Acuerdos de Madrid, que ciertamente no añadieron gloria a nuestro pasado, permitieron a Marruecos hacerse de forma discreta con el control del territorio útil de la colonia española. Cabría esperar, pues, de los marroquíes reconocimiento por el dudoso mérito de este servicio. ¿,Ha de recordarse que la Corte Internacional de Justicia dictamine que, con independencia de las relaciones de vallasaje que pudieran haber mediado entre las tribus del Sáhara y el sultán de Marruecos, nada había de limitar el derecho del pueblo saharaui a determinar libremente su destino? La pesca. Diríase que, según algunas presentaciones, los derechos de Marruecos, en lugar de ser el fruto de una evolución reciente y relativamente arbitraria de las normas internacionales de la mar derivan de un mandato divino, que sólo ahora ha podido imponerse a los depredadores pesqueros españoles. En realidad, lejos de comportarse con resabios coloniales, España, Estado pesquero por excelencia, pasé pronto por una negociación -ahora benditamente transferida a la CE- que permite a Marruecos obtener jugosos beneficios por una soberanía que hace 20 años era fantasía. Que Rabat quiera promover una política de conservación es respetable; pero no demasiado creíble. La política marroquí, como la de otros pretendidos conservacionistas, también puede ser entendida como una forma de acrecer las rentas con el sacrificio ajeno.

Dentro de la visión unilateral de ciertos opinantes marroquíes, el círculo calamitoso del vecino se cierra con los derechos de tránsito de los productos hortofrutícolas y el (mal) trato recibido por los marroquíes inmigrados en España. Si no les falta razón, tampoco están libres de culpa. Los derechos de tránsito no existen por ley de naturaleza, sino por tratados que son un blanco perfecto desde la proa de una embarcación amarrada por la política pesquera audaz, en tiempo de sequía, del Gobierno marroquí, igualmente corresponsable de las corrientes migratorias desordenadas que allí tienen su origen.

Entre España y Marruecos hay mucho tajo por delante. Son abundantes, sin embargo, los intereses convergentes y es de justicia -resaltar el impulso considerable que España ha dado en la Comunidad Europea a una política de cooperación tendente a la creación de una zona de libre cambio con el reino magrebí. Las relaciones bilaterales hispanomarroquíes cuentan, además, con un marco fundamental de alto valor simbólico, político y hasta pedagógico: el Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación de 4 de julio de 1991, en vigor desde el 28 de enero de 1993. España ha privilegiado a Marruecos, abriéndole importantes líneas de crédito; hoy es su segundo socio comercial y uno de los primeros inversores, de manera que los intereses marroquíes pueden ser menos marroquíes de lo que aparentan. Estimular los puntos más contradictorios sólo promueve tensiones corrosivas y, sin duda, la mayoría de los habitantes de Marruecos ha de sentirse más dichosa con políticas que mejoren su nivel de vida que con el microimperialismo residual de ciertos dirigentes y plumas nacionalistas. Eso es una prioridad.

Naturalmente, los españoles tienen que desembarazarse de muchos prejuicios y actitudes desdeñosas, favorecidas por el escalón social casi subterráneo que ocupan los inmigrantes marroquíes; tienen que rechazar también las denuncias falsas de Marruecos como culpable de sus problemas (lo que es frecuente en los terrenos agrícola y laboral). El hecho de que al menos hasta fecha reciente los españoles vieran con mejores ojos la ayuda financiera a la Europa del Este que al Magreb pone de relieve, por otro lado, lo necesitados que andan de una buena información. No se trata de llamar a la solidaridad con el Sur, que es una virtud escasa, ni a la emotividad, que se va en primores; se trata de garantizar políticas solidarias enseñando a unos y a otros que son las más satisfactorias para un egoísmo bien entendido. A ambos lados de la frontera necesitamos egoístas bien informados.

Antonio Rendro es catedrático de Derecho Internacional Público en la Universidad Autónoma de Madrid y director del Centro Español de Relaciones Internacionales (CERI).

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