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Tribuna
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Dignidad

Enrique Gil Calvo

Una vez más, el electorado español ha vuelto a sorprendernos, pues el resultado de los comicios municipales y autonómicos del pasado domingo ha venido a romper buena parte de las expectativas abrigadas. En primer lugar, la participación se ha elevado extraordinariamente, cuando todo hacía esperar que cundiese el abstencionismo ante lo cantado del resultado previsible y el consiguiente derrotismo de las filas socialistas. En segundo lugar han errado la mayor parte de las encuestas preelectorales, cuando pronosticaron un trasvase de votos (del PSOE al PP y a IU) que luego no se ha producido en una medida tan abultada como la estimada.Y, por último, lo más sorprendente ha sido la disparidad entre los primeros resultados proyectados a partir de los sondeos a la puerta de los colegios (que auguraban una debacle socialista casi universal) y los que definitivamente fueron ofreciendo los recuentos de los sufragios electorales (que arrojaron un fondo de resistencia para el PSOE de más del 30%: en tomo al doble que IU y sólo cinco puntos por debajo del PP). Así, este vuelco de tendencias en la noche electoral impidió al PP cantar su 14 de abril, exigiendo elecciones anticipadas como se temía. Y la causa de esta triple sorpresa es una sola y siempre la misma: el voto oculto, piadoso con el Gobierno pero renuente a confesar en público su avergonzada lealtad.

¿Cuál ha sido, pues, el inesperado mensaje electoral emitido en esta ocasión por la ciudadanía?: el de que todos ganan, pero con victorias condicionadas. Gana por supuesto el PP, que monopoliza casi todo el poder local, pero con una ventaja de votos tan exigua que no le garantiza la mayoría absoluta a nivel nacional: la toma de la Moncloa continúa siendo un anhelo incierto, al azar de la política de alianzas. Gana también IU por doquier, pero no por eso consigue acercarse ni de lejos a las cotas de su rival socialista: il sorpasso parece hoy mucho más lejano que hace una semana. Gana incluso el partido socialista (aunque sea a costa de perder casi todo su poder urbano), ya que recupera un inesperado suelo electoral (superior al 30%) del que temía desplomarse en caída libre. Y ganamos todos los ciudadanos, ya que baja mucho el voto a HB (aunque CiU y Roca también pierdan).

Por eso, este resultado proporciona un inmejorable final feliz a una larga campaña excesivamente crispada. Si todos ganan algo y nadie pierde demasiado, el juego político se toma un juego de suma positiva, donde ya resulta posible y conveniente cooperar (pactar y negociar), en vez de tratar estérilmente de destruirse. ¿Cabe confiar que estos comicios despejen el clima de crispación e inauguren un período político algo más sensato y distendido? ¿Existen razones objetivas que lo permitan? Creo que sí.

Puesto que la victoria del PP, en términos porcentuales, sólo ha sido a los puntos (y no por más de cinco), las exigencias de elecciones generales inmediatas, que venían siendo"su leitmotiv, ya carecen de sentido. Por tanto, con un calendario a largo plazo, el PP podrá aplazar su obsesión por la Moncloa y concentrarse a corto y medio plazo en la difícil tarea de asumir, deglutir y digerir la toma del poder urbano que acaba de lograr: entretenido en esta tarea, quizá deje de hacerle la guerra al Gobierno y comience a hacer política, aprendiendo a pactar y (como decía Pradera) a cohabitar.

Y por su parte el Gobierno socialista, gracias a esta inesperada moratoria (¿hasta el 97?) que piadosamente le ha concedido el voto oculto (rescatando así su fondo de resistencia electoral), podrá dedicarse a preparar su sucesión con dignidad. Y esto obliga al recambio generacional, a fin de que un nuevo liderazgo pueda reconstruir puentes con una IU que también precisa renovación urgente: además de un Jospin nos hace falta un Prodi. En suma, lo mejor que han ganado los socialistas el 28-M es una derrota llena de dignidad: lo que también les promete para el futuro alguna esperanza de salida digna.

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