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De osos y redentores

Ángel S. Harguindey

Fue un invierno duro. Han sido demasiadas agresiones y desde demasiados frentes para impedir que el escepticismo acabara adueñándose de la situación. Lamentablemente aún quedan por oír unos cuantos tópicos hasta que llegue el recuento de votos. Y supongo que aún faltan por descubrir otros tres o cuatro escándalos para regodeo de unos, bochorno de otros y distanciamiento de muchos en esa confusa ceremonia de descrédito de un sistema que, pese a todo, parece ser el más razonable de los posibles.Sería injusto cargar las tintas exclusivamente sobre uno de los bandos protagonistas de los acontecimientos, aunque la responsabilidad está directamente vinculada al poder, y, siendo éste grande, también lo será aquélla, pero lo cierto es que tanto desmán y torpeza en la gestión de la izquierda y de la derecha han traído objetos y consecuencias desgradables que creíamos olvidados: desde los horribles artefactos urbanos, y que por el ya más que comprobado mal gusto del Ayuntamiento popular parecen un canto desaforado a la caza del oso, pues son siete u ocho las cabezas que adornan cada uno de ellos en una especie de delirio cinegético, hasta -y a mi juicio esto es lo peor por su plúmbeo carácter cíclico- esa tendencia redentorista que parecen llevar dentro algunos intelectuales comprometidos y que encuentra en las situaciones de desánimo colectivo el caldo de cultivo para su rebrote.

Lo desalentador es que el intelectual redentorista, en tales circunstancias, no busca las posibles soluciones a los problemas que originan la depresión social, ni tampoco reconoce -si es el caso- que no existen o no se conocen, sino que limitan sus mensajes al vocerío de las plañideras. Denuncian las perversiones sociales y culturales (desde el arte de vanguardia y las películas de éxito hasta la nefasta influencia de la televisión o la cálida y popular despedida a Lola Flores), recubriendo sus reprimendas con una buena dosis de demagogia. Se autoinvisten de reserva moral, pero en su discurso sólo tiene cabida el rechazo, nunca el aliento o la sutileza. Añaden depresión a la depresión con la misma facilidad con la que la madre o el padre arrean un tortazo al hijo que se acaba de estampanar contra las baldosas. Es una peculiar forma de desahogar el mal humor.Son las conciencias intachables de un mundo que hace tiempo dejó de existir por sus propios errores, pero lejos de extraer las pertinentes lecciones o analizar lo que genera estupefacción, corren un tupido velo histórico y desempolvan los rancios argumentos de un obsoleto ritual analítico. Y así, lo que simula ser un canto al progreso y a la razón se revela como una vindicación del esquematismo más reaccionario en el que siempre hay un culpable -conceptual o fisico- ajeno: el imperialismo, el franquismo, el centralismo.

Cuando la culpa se ramifica o enrevesa por la complejidad de, las relaciones sociales, económicas y tecnológicas, surge el gemido considerado como una de las bellas artes. Lo peculiar del caso es que ' mientras en Estados Unidos son los conservadores los que enarbolan las banderas de la ortodoxia moral, por estos pagos son los pretendidos progresistas los que reivindican las buenas costumbres y claman en con tra de las nuevas, y muy coyunturales, tendencias. Pero, si denuncian y añoran lo que no entienden, no renuncian en ningún caso a los placeres que el de nostado sistema proporciona a quienes se integran en sus muy desarrolladas técnicas de marketing. Renta bilizan en todo su esplendor las oportunidades que depara la ley de la oferta y la demanda. El sistema es el mayor responsable de la trivialidad y la estulticia que nos rodea salvo en lo referente a la muy bien re munerada utilización de quienes lo anatematizan.

No se trata de impedir que quienes gozan del fa vor del público no puedan o no deban decir lo que piensan por crítico que sea; se trata de recordar que una muy buena parte de ese favor popular se debe a los métodos comerciales del repudiado sistema y no a la inteligencia de quienes se han visto favorecidos ensu usufructo. Atribuir el éxito comercial al talento de quien lo disfruta es, probablemente, el primer síntoma de estupidez. De ahí a pontificar sobre lo que no se comprende hay un paso: el que lleva de la tontería a la constatación de que el poder -en este caso, de ventas- corrompe las neuronas.

Si el comprobado mal gusto municipal y el resurgir de los que no parecen tener otro fin en la vida que denunciar lo que produce placer es evidente, la pro puesta de síntesis no puede ser otra que el sugerir que los artefactos urbanos se engalanen con las respetuosas reproducciones de las cabezas de los intelectuales redentoristas, dejando así en paz a los pobres osos, que nada han hecho por amargarnos la vida.

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