La economía española y el espectro del 98
"Un día en que se hablaba de los españoles delante de Nietzsche, ya enfermo y casi ausente, levantó éste la ruina de su egregia cabeza y con voz de ultravida, con voz de eco, dijo: 'Los españoles. ¡Los españoles!.... Esos hombres quisieron ser demasiado'. Somos, en efecto, el pueblo que más radicalmente ha pasado del querer ser demasiado al demasiado no querer ser" (Ortega, Obras completas, vol. 8, página 58).
Es difícil eludir la sensación de que, al menos en los aspectos económicos, hay algunos paralelismos entre el indolente declinar español del pasado cambio de siglo y la posibilidad de que, cien años después, la sociedad española se adentre en una trayectoria divergente de la corriente principal europea. ¿Será una crítica sin fundamentos decir, emulando la frase de Ortega, que la política económica española se caracteriza por el "demasiado no querer ser"? ¿Será una exageración temer que si, en el entorno de 1998, España no está entre los países que han corregido suficientemente sus desequilibrios económicos y avanzan hacia la Unión Monetaria, simbolicen los acontecimientos de esos años un declive frente a Europa y se abra una crisis de expectativas? Éste es, en todo caso, el momento adecuado para plantearse estas cuestiones, primero porque no queda mucho tiempo para enderezar el curso de los acontecimientos y segundo porque los errores de política económica más graves se suelen cometer en las fases de expansión económica.
Desde luego, si nuestra política económica, y por ende nuestro devenir económico, siguen sus pautas actuales, aquellos dicterios estarían plenamente justificados. En efecto, desde 1992 hasta el último dato disponible correspondiente al primer trimestre de 1995, nuestra renta per cápita se ha estado alejando de la media europea, nuestro nivel de precios crece a un ritmo cercano al doble del registrado por los países euopeos de menor inflación, nuestra tasa de paro supera el doble de la media comunitaria y nuestra deuda pública está aumentando mucho más rápidamente que la media de los paíes de la Unión. Como consecuencia de todos estos desequilibrios, nuestros tipos de interés a largo se han situado entre los más altos de Europa y la peseta se ha debilitado acusadamente durante este periodo; a pesar de la devaluación acumulada de la peseta, por cierto, las reservas de divisas apenas superan ahora la mitad del nivel alcanzado a comienzos del 92, lo que pone de manifiesto, entre otras cosas, los desaforados, vanos y acaso contraproducentes intentos de impedir que la peseta se debilitara en determinados momentos. Como resultado de todo ello, los españoles hemos de transitar por los mercados financieros internacionales con la credibilidad de nuestra política económica en cabestrillo. La recuperación de la credibilidad perdida será un proceso lento y costoso, pues habrá que arrastrar una elevada prima de riesgo por los pecados del pasado; y, ya se sabe, el descensus Averni es siempre fácil y veloz, el camino de la virtud largo y plagado de espinas.
Nada indica, sin embargo, que se esté modificando el patrón de nuestra política económica, ni, por consiguiente, que se vaya a frenar e invertir la divergencia del comportamiento de nuestra economía respecto a la media europea. Así, aun cuando se alcanzara el objetivo de déficit público establecido por el Gobierno para 1995, cerraríamos el año con uno de los desequilibrios fiscales más abultados de la Unión Europea; y aun cuando finalmente se apruebe el objetivo de déficit público para 1996 estipulado en el plan de convergencia, el próximo año seguiremos teniendo uno de los mayores déficit previstos, y uno de los mayores ritmos de crecimiento de la deuda pública, de los países de la Unión. Y suponiendo que se cumplan los cálculos gubernamentales sobre la creación de empleo y la evolución del paro durante este y los restantes años del programa de convergencia, la tasa de paro no se situará perceptiblemente por debajo del 20%; es ilusorio, por cierto, pensar que España podrá estar dentro de cualquier esquema de integración monetaria con niveles de paro alrededor del doble de la media de los países que participen en dicho esquema. Y, a juzgar por la vacilante reacción del Banco de España ante la granizada de presiones inflacionistas que se está abatiendo sobre nuestra economía, persistirán y quizá se acentúen las diferencias entre -el ritmo de crecimiento de nuestros precios y el de los países del núcleo central europeo. Si, por temor a dañar la recuperación o razonamientos similares, se sigue tolerando que se enquisten tensiones inflacionistas en el sistema, se terminará debilitando mucho más la expansión y, además se habrá estrenado de mala manera la autonomía del banco emisor.
Es decepcionante la complacencia con estas tendencias, es llamativa la incongruencia entre la gravedad de nuestros males económicos y la escasa ambición de los planteamientos de política económica. Es sorprendente la falta de exigencia de quienes siguen martilleando con voluntad vulcánica en la mente de la sociedad afirmando que aquella política económica era la única posible y que no hay alternativa a la que ahora se está llevando a cabo. Todo sugiere que la verdadera esencia de la política económica en curso consiste en encomendar la misión de corregir nuestros desequilibrios y converger con Europa a los misteriosos oficios de la Providencia, como si fuera un poderoso filántropo que todo lo mejorará a la larga.
Desgraciadamente, si la Providencia sigue los designios del mercado, sabemos que ayudará a los que se ayuden a sí mismos, pero, al menos en este mundo, no perdonará a los que no saben lo que hacen. No, no parece que esta política económica sea capaz de impedir que cuando doblemos la esquina del siglo nos salga otra vez al paso, con aire de fantasma tenaz, la vieja y temible sensación de que los acontecimientos se nos van de las manos, y que, una vez más, se levanten voces solicitando el cobijo en el silvestre casticismo y en la autenticidad nacional. Pero, en fin, como dijo el poeta: "No está el mañana, ni el ayer, escrito".
es economista.
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