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Havel contra Filesa

Vaclav Havel, el presidente de la República Checa, viene a ser el último especimen del modelo de intelectual comprometido. Como político en ejercicio muestra un bagaje intelectual y moral que le sitúa muy por encima de cualquiera en su profesión actual. Sus discursos acaban de ser traducidos al castellano y merece la pena leerlos desde la óptica de lo que viene sucediendo en estos últimos tiempos en España. En dos de ellos hay palabras que parecen tener una particularísima vigencia. Se pregunta, en el primero, acerca del peculiar mundo, acolchonado con respecto al exterior, en que vive el profesional de la política que le impide saber lo que cuesta el billete de un tranvía. Havel, que criticó en su día los privilegios de la nomenklatura comunista, dice saber que a partir de un determinado momento entró en un mundo de ventajas, excepciones y protecciones del político que establecen una distancia radical con respecto al ciudadano normal. Por lo menos -asegura- uno ha de darse cuenta de que se puede convertir en "prisionero de su posición, de sus ventajas y de su función". De ahí deriva una actitud moral: "Estando en el poder, sospecho de mí permanentemente". No lo hace tan sólo porque piense en ese posible deslizamiento hacia el privilegio sino porque la naturaleza esencial del poder democrático consiste en la fragilidad. Cada día debe enfrentarse a la magistratura que desempeña con la "convicción de que no me la merezco y puedo ser expulsado de ella en cualquier momento".Lo peor del caso Filesa no es la complicada organización de una red de negocios ficticios, ni tampoco la desfachatez con que actuaba, ni la estupidez consistente en pensar que el contable iba a conformarse con las migajas caídas de la mesa del festín. Todo ello, por grave que parezca, es lo de menos en comparación con dos aromas fétidos que se desprenden del asunto. En primer lugar, la totalidad del asunto Filesa se inscribe plenamente en el mundo de la excepción.

No se trata ya de pequeños privilegios como el transporte en coche oficial sino la ausencia de cualquier regla, incluso las más elementales que rigen la práctica habitual entre individuos. Quienes votan nuestros impuestos, y determinan las pautas legales a las que deben someterse las relaciones comerciales establecen un área reservada en donde impera el ejercicio de la propia voluntad sin freno. Pero, además, si todas esas cosas se hacen es porque se parte de la idea de perpetuación hasta el infinito, es decir, la antítesis misma de esa sensación de fragilidad del poder que debiera caracterizar a cualquier político democrático.

Guste o no -a mí no me satisface nada admitirlo-, no cabe duda de que ambos rasgos han configurado todo un estilo de gobierno que se complementa con el uso arbitrario de los fondos reservados y con episodios chuscos del tipo Juan Guerra. Todo ello bien se podría limitar a tan sólo un grupo político, pero quien así pensara sería un optimista. Existe una diferencia sustancial en lo que respecta al volumen y a la generalización del fenómeno, pero no hay duda de que también los comunistas o la derecha consideran que, en materia de financiación de partidos, las "impurezas de la realidad" obligan a hacer de su capa un sayo. Ni el primero ha admitido financiación exterior ni el segundo ha dejado de tener como asalariados a antiguos implicados en esas prácticas. No basta una ley nueva porque siempre cabrá la tentación de confiar (en Filesa como en el caso Naseiro) en que lo que es bien patente no puede, a pesar de ello, ser demostrado.

Existe otro aspecto de la cuestión que a mi modo de ver ha sido mal planteado. Quienes han contribuido a las arcas de Filesa han sido objeto de defensa en términos relativos, porque no se ha llegado hasta la cúspide política, o de ataque, por favorecer a una opción política aun sin contrapartidas conocidas. Pero ni una ni otra cosa tienen sentido. Lo grave es que la inmoralidad de la financiación política impregna toda la vida social. Ernest Jünger decía que un escritor puede permitir que le escupan en la cara, pero no debe tolerar que le palmeen la espalda con familiaridad cómplice. La realidad es que en España un empresario -y hay en la lista de los inculpados algunos excelentes, que han realizado una tarea social muy meritoria- está obligado no sólo a dejarse dar golpecitos en el hombro sino a sonreír cuando una mano política se introduce en su bolsillo. Culparle a él no ya de necio sino de inmoral constituye todo un sarcasmo.

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