Sobre los poderes del Estado
El autor sostiene que todo poder público debe estar controlado para limitar su tendencia a ser el predominante a costa de los demás.
"Es preciso incluso que, en las acusaciones graves, el reo, conjuntamente con la ley, pueda elegir sus jueces, o al menos que pueda recusar tantos que los que queden puedan considerarse como de su elección".No teman; este pensamiento no es mío. Pertenece a Montesquieu (Del espíritu de las leyes, libro XI, capítulo VI). He querido comenzar así este artículo, alentado por las interpretaciones que sobre la supuesta independencia de los poderes públicos hacen repetidamente quienes dan pruebas de que nunca leyeron a Montesquieu. Jamás este pensador tan invoca do en la actualidad defendió la independencia de los tres poderes clásicos como se viene afirmando, ni tal tesis, creo, es sostenible en un Estado democrático como expondré más adelante.
Montesquieu fundamentó la libertad política ("la de los Estados moderados") en la necesidad de los contrapoderes, "en el equilibrio y control mutuo" de los poderes públicos, no en la independencia entre los mismos. 'Tara que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder (...). Los tres poderes permanecerán así en reposo o inacción, pero, como por el movimiento necesario de las cosas están obligados a moverse, se verán forzados a hacerlo de común acuerdo" (op. cit.).
En este sentido, Montesquieu argumentó la necesidad de que unos poderes. actúen sobre los otros en aspectos que hoy serían inadmisibles en una democracia. Me veo en la necesidad de abusar de las citas:, "Si el poder ejecutivo no posee el derecho de frenar. las aspiraciones del cuerpo. legislativo, éste será despótico, pues, como podrá atribuirse todo el poder imaginable, aniquilará a los demás poderes". Y concluye: "El poder ejecutivo debe participar en la legislación en virtud de la facultad de impedir, sin la cual pronto se vería despojado de sus prerrogativas" (op. cit.).
En lo que se refiere al poder judicial, el pensador francés nos aporta una suerte de tipología en la que se recogen aquellos supuestos en los que debe ser sustituido e interferido en sus funciones por el legislativo cuando el reo sea noble, la ley excesivame te rigurosa o se trate de un delito contra el pueblo.
Dicho esto, cabría formular algunas preguntas en tomo a la separación de poderes en el Estado de derecho a propósito de ciertas polémicas de particular actualidad.
¿Deben existir poderes independientes en una democracia? Desde mi punto de vista, ningún poder público debe estar exento de los controles necesarios que limiten su tendencia a constituirse en poder predominante a costa de los demás. Los controles deben. ser mutuos. La complejidad. de la cuestión se incrementa en las sociedades modernas, en las que no podemos reducir el sistema democrático a la existencia de los tres poderes clásicos sin incurrir en el riesgo de efectuar un análisis reduccionista de la realidad. El cuarto poder los medios de comunicación (primero, según muchos), los grupos de presión económicos opacos, la alianza judicialmediática, con apoyo de aquéllos, o sin él, plantea, la cuestión -que trasciende el objetivo de este artículo- sobre la existencia de nuevos poderes en las democracias no debidamente sometidos a los controles necesarios y mutuos que reclamaba Montesquieu para el buen funcionamiento de los "Estados moderados".
¿Son poderes independientes el ejecutivo y el legislativo? En los sistemas parlamentarios, no. Simplemente, tienen funciones diferentes con controles mutuos. Baste recordar la capacidad del. ejecutivo para disolver el legislativo y la de éste para controlar, exigir responsabilidades o arribar al Gobierno. Además de ello, tanto el ejecutivo como el legislativo están sometidos al Tribunal Constitucional para mantener el imperio de la ley (esto es, la vigencia de la legalidad) en sus garantías fundamentales.
Se invoca la llamada independencia del poder judicial o incluso la, del juez para situar a uno de los poderes del Estado al margen de los necesarios controles democráticos o de la crítica. Me permito discrepar señalando, que la independencia individual del juez pretende garantizar la imparcialidad en, su función jurisdiccional, pero no puede ser esgrimida para enmudecer cualquier crítica que las actuaciones judiciales pueda ñ suscitar.
El juez, como miembro individual de un poder público, no puede pretender en una democracia sustraerse a la crítica dé sus conciudadanos, de la opinión pública o de los representantes de la soberanía popular. ¿En virtud de qué fuero pudiera pretenderlo? Gumersindo de Azcárate, abundando en este aspecto, se pronuncia por "someter a la crítica las sentencias con que se terminan los juicios exigiendo a los que las dictan aquella cuenta que todo funcionario del Estado debe estar dispuesto a dar de sus actos ante el tribunal de la opinión pública, cuya jurisdicción tiene una esfera mucho más amplia que la taxativa y propia de. los tribunales encargados de exigir a los jueces la responsabilidad civil o criminal en que puedan incurrir" (De Azcárate: El régimen parlamentario en la práctica).
Asimismo, se alude a la independencia del juez para acallar las críticas sobre sus actuaciones. En este ámbito, la profusión de interpretaciones interesadas obligan a insistir en lo que debería ser obvio: la independencia. no es una prerrogativa o derecho del juez, sino que constituye una garantía del reo o inculpado para preservar el derecho que a éste le asiste a un juicio impajgW*,,, Dicho esto, se súséita' la cuestión de si el derecho a la crítica de las actuaciones judiciales puede menoscabar su imparcialidad o independencia. Se supone que las personas que imparten justicia. deben tener la templanza suficiente y la madurez necesaria para mantener su independencia de criterio. "Eljuez no debe tener miedo más que a una cosa: a ser injusto" (De Azcárate: op. cit.). Lo que resulta inaceptable es que se pretenda enmudecer cualquier voz discrepan, te aludiendo a la necesidad de independencia "porque ello lleva consigo, entre otras cosas, presuponer la fragilidad personal y moral o la inmadurez psíquica de quien tiene la gran responsabilidad de juzgar a sus conciudadanos.
El judicial, además de un poder del Estado en las democracias modernas, constituye un servicio público de primera magnitud. ¿Puede un poder que, a su vez, constituye un servicio a los ciudadanos no estar sometido a control, ni exigencia de responsabilidad alguna? Evidentemente, no.
El sistema constitucional español configura un órgano de gobierno del poder judicial, al igual que existen en otros países, con una composición mixta, integrada por jueces y personas de reconocida trayectoria y prestigio en el ámbito del derecho. Sin embargo, en nuestro caso, el legislador, a la hora de elaborar la Ley Orgánica del Poder Judicial, olvidó algo importante. ¿Ante quién responde el órgano, de gobierno de los jueces? No está determinado. Debería rendir cuentas ante el Parlamento en tanto constituye un servicio público esencial en las democracias, sobre el que a los políticos sí se nos exigen responsabilidades por las deficiencias en su funcionamiento. ¿Por qué a los representantes del pueblo sí y a los que gobiernan el poder judicial no?
Muchas cuestiones me dejo en el tintero, pero no quiero concluir sin reafirmar, como representante del pueblo y como ciudadano, el derecho que me asiste para denunciar las violaciones de la presunción de inocencia y del secreto sumarial a. las que asistimos uno y otro día. Estas se producen en virtud de la alianza judicial-mediática, tan explosiva como obvia (más las acusaciones particulares pagadas por personajes desestabilizadores) que conduce, a entablar juicios paralelos, crear un estado de opinión pública propicio a la condena, sin que se haya podido ejercitar el derecho a la defensa que le asiste a todo ciudadano, porque el campo donde se dilucida la moralidad de las personas no es el de los tribunales y las sentencias que dictan, sino el de la opinión pública que ha sido instruida antes de que se llegue a aquel trámite procesal. En este caso, el abuso de la prisión preventiva conduce inevitablemente, sobre todo tratándose de personas públicas, a una precondena.
No puedo dejar de mostrar mi extrañeza ante los procesos por procedimientos abreviados que se prolongan durante varios años, entre otras razones porque se transgrede el principio acusatorio (la investigación de hechos concretos) y se emprenden investigaciones inquisitoriales y universales que de una parte causan daño por su amplitud y prolongación indeterminada y de otra impiden que el proceso discurra en tiempo justo, cuando no conducen a la pérdida del juez en la propia maraña de la investigación y, por ende, a su incapacidad para terminarla. ¿Qué decir de las informaciones periodísticas que pretenden dirigir la investigación judicial, de la búsqueda intencionada del arrepentido ante la falta de pruebas, de la interpretación abusiva que algunos jueces hacen del vago y poco delimitado concepto de "inculpado" o del de "alarma social" formulado con frecuencia de forma inconcreta y, genérica para fundamentar la prisión preventiva, contribuyendo con ello a incrementar la inseguridad jurídica? Si realmente existe alarma social, no parece descabellado suponer que no podrá superarse o acallarse posteriormente mediante una fianza. Son sólo ejemplos de una situación que requiere del restablecimiento de reglas claras para que principios del Estado de derecho no sean vulnerados.
Es preciso que la magistratura reencuentre su propio equilibrio entre la tentación de "ser la conciencia ética de la sociedad", las normas de derecho que constituyen un sistema de garantías para el ciudadano y la necesidad de utilizar el bisturí como advertencia social, pero sin llevárselo todo por delante, creando un vacío de Estado, un descrédito generalizado del sistema, a fin de cuentas, de una democracia joven que tiene mucho que aprender.
Nuestro país precisa un debate serio y honesto sobre la justicia, alejado de los oportunismos al uso y de la instrumentalización política de cualquier investigación judicial en curso. Un debate cuyo objeto no puede ser otro que el de fortalecer nuestro Estado de derecho, tan invocado como maltratado.
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