Llegaron las lluvias
Consideremos tema de conversación para largo, el acontecimiento que ha vivido Madrid cuando, al fin, vinieron las lluvias. Temíamos lo peor: el invierno cálido; más aún, la primavera quebrantada por el áspero crujido de la taimada escarcha, que abrasa las mieses y los pámpanos, engañados por la bonanza fuera de temporada, pasada de moda y de modos.En otras edades, al cielo miraban los místicos y los campesinos, echando una ojeada a los Libros de la Revelación y al Calendario Zaragozano, porque, de lo alto, caía el premio y hechía el grano; la penitencia y la cosecha averiada. Hoy, la gente urbana toma las precauciones desde la información meteorológica que nos da la tele. Dato necesario para organizar el fin de semana, aprontar la ropa conveniente, el viaje posible, la aspirina al alcance de la mano adulta.
Nos llega la consternación de los labradores, la inquietud del ganadero, la tribulación de las gentes de tierra adentro. Señales de alerta marchita, cuando el polen se desorienta y emponzoña los bronquios desprevenidos.
Desde la altura de mis balcones contemplo la calle acharolada y escucho el bisbiseo de los neumáticos, que suenan a seda remolcada. Las acacias y los castaños, ahora, en este demorado crepúsculo del cambalache horario, reciben el sol desde el costado oeste, que ilustra, con esplendor, las hojas relevadas por la mansa ducha catártica. Una sombra verde tiñe las fachadas de enfrente.
Horas antes, pasó una estrepitosa ambulancia, quizás un coche de bomberos carmesí, anunciando la embebida primavera.
Voy hasta una minúscula e inútil terracita, acosada entre dos patios de vecindad en esta casa vieja, para escuchar el tamborileo del prolongado chaparrón sobre la cubierta de uralita transparente, que redime su fealdad con el bienaventurado redoble. Vinieron estas lluvias castellanas, de caprichosa permanencia, que cesan demasiado pronto para la polidipsia que agosta la ciudad. Hubo, la primera noche, goteras y barrizal en los poblados de chabolas y las mujeres habrán sacado barreños, jofainas y tinajas para sorber las segundas aguas, y algunas mozas se habran lavado el pelo y puesto a secar ante ojos complacidos.
Le pusimos al buen tiempo, mala cara, como a todo lo que dura, demasiado. Los aldeanos enojados ponen a los santos de cara a la pared; quienes vivimos en la ciudad y sus cercanías, siempre estamos a punto de echarle las culpas de todo al Gobierno, al clero, a los alcaldes, porque nadie nos previene y aclara lo perdurable de tanta sequedad. Curiosamente, entre sus antónimos están la humedad, la suavidad y la cortesía.
Eso es, precisamente,, la lluvia que nos vino: una suave y húmeda cortesía, que airea, mundicia, refina y filtra el aire que respiramos. En la maceta se envalentonan los geranios, tan rudos y animosos, que andaban enervados y escaecidos.
¡Bienvenida, lluvia! Vuelve, llora en nuestras calles -si es posible, por las noches-, para beneficio de paragüeros, vendedores de impermeables y exterminio de los microbios. No es demasiado pedir, lejos de aquella escalofriante descripción del Génesis, cuando se abrieron las puertas de los cielos a raiz de la excesiva exhibición del diluvio. Porque aquí, en estas tierras nuestras de la desmesura, el agua seca fuentes, embalses y pantanos, o se lleva los puentes, corta los caminos y desborda los canales.
Porco governo! Pues eso, si el exabrupto nos consuela el ánimo. La verdad es que no sabemos de dónde le viene tan buena fama a la inconstante, traidora e imprevisible primavera de las narices.
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