Déficit fiscal y déficit de legitimidad
Al menos desde la crisis del petróleo de 1975, la política en Occidente se juega en el difícil equilibrio (trade off sería el término técnico) entre dos riesgos: el de un acelerado déficit fiscal de una parte, o el de un déficit de legitimidad de otra. La política española actual es más que un ejemplo de esa tensión. El Estado de bienestar se construyó como respuesta a una profunda crisis de legitimidad, la derivada de la marginación de la clase obrera tradicional, los trabajadores manuales de cuello azul. El pacto social que se alcanzó en la segunda posguerra a partir del famoso informe de lord Beveridge implicaba aceptación de juego democrático, a cambio de salario social: sanidad, educación, seguro de desempleo, pensiones y un largo etcétera de derechos de propiedad o rentas indirectas comprándose legitimidad vía impuestos redistributivos y transferencias. El sistema, como es evidente, reposa en el presupuesto del constante crecimiento económico,. pues si no se quiere confiscar a los ricos lo que se transfiere, no queda más remedio que redistribuir parte del flujo de riqueza generada.La crisis del petróleo de los setenta, que no fue sino el aldabonazo de la creciente competencia industrial de nuevos países emergentes, rompió el crecimiento y, desde entonces, la democracia posmoderna se desliza, bien por la vía del déficit fiscal bien por la del déficit de legitimidad, a veces (demasiadas veces) por las dos. Desde 1982 a 1989 aproximadamente, el PSOE evitó el déficit fiscal porque contaba con un notable superávit de legitimidad que le permitía políticas de austeridad. Las elecciones de 1989 mostraron que ese superávit se había agotado y fue necesario acudir a agresivas políticas de transferencia para conservar la legitimidad y, eventualmente, transferiría a otros sectores de población. Desde entonces los gastos nos devoran.
El problema es que hay un cierto punto de inflexión en el que se entra en rendimientos decrecientes. Al principio son pocos los que pagan y muchos los que reciben; socialmente hay un claro superávit. Pero el propio incremento de la riqueza individual y el coste creciente de los servicios hace que cada vez sean más los que pagan y menos los que reciben. Y sobre todo los que reciben algo nuevo pues el sistema crea adicción; no basta con recibir, hay que recibir algo más sobre aquello que ya se recibía. De modo que el precio de cada nuevo voto fidelizado puede costar más de un voto viejo y se entra en rendimientos electorales decrecientes. El modo es evitarlo es, por supuesto, transferir el coste a las generaciones siguientes que no pueden aún votar, es decir, aumentar el déficit. En ese mismo momento el Estado de bienestar se transforma en una trampa deslizándose por una pendiente en la que se captura votos a costa de un creciente déficit público que no se sabe cómo financiar. Los analistas italianos han llamado a esto el asistencialismo, un Estado, no de bienestar, sino decaridad, patronazgo y/o clientela.
El programa con el que-Aznar se presenta a estas eleccíones muestra la otra cara de la misma moneda o, si se quiere, la dificultad de decir la verdad. De modo que dice lo que no dice y no dice lo que dice, aunque todo el mundo lo entiende. Las cuentas no le cuadran se ha dicho. Las cuentas, la verdad, no le cuadran a nadie, y menos aún al Gobierno, pero tampoco le cuadran al PP.
Como soy optimista impenitente y confío siempre en el electorado, creo que éste prefiere que se le diga la verdad a las claras, "sin tapujos y cueste lo que cueste" como solía decir el presidente. Pues el problema es que, a fuerza de repetir peces se nos está olvidando enseñar a pescar. Y si en una primera fase de construcción del Estado de bienestar basta con la simple transferencia hacia los necesitados, el propio mantenimiento de esas transferencias exige reducir el número de los que reciben y aumentar el de los que contribuyen. Estamos ya en esa segunda fase, aunque nadie quiera decirlo.
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