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La realidad y el deseo

La pedagogía de salón, la teórica (la que nos dictan las administraciones), es a la pedagogía (la que se practica en la clase, sobre el terreno) lo que el toreo de salón es al toreo. Y conste que no creo tanto que esto sea culpa de una ideología como de una actitud del poder frente a la educación. Si esto no fuera así no podría entenderse el divorcio entre realidad (la del profesor frente a los alumnos) y deseo (el del fantasma actitudinal procedimental y conceptual que rodea al infierno poblado de buenas intenciones que empieza a significar la aplicación de la LOGSE).Lo que la realidad nos va deparando. es un progresivo desprestigio de la enseñanza pública, una absurda valoración de lo privado una limitación cada vez mayor de las iniciativas en los centros públicos, un deterioro y un desprestigio galopante de la imagen del profesor -peor cuanto más se baje en el escalafón- con el riesgo añadido de que en un día no muy lejano, aunque moralmente ya se está haciendo, nos apliquen la ley de vagos y maleantes.

Lo que más claramente se percibe en el momento en que vivimos es que nunca la degradación de lo. público, también en el campo de la enseñanza, ha sido tan fuerte. Y que nunca los artífices de la educación, los profesores de a pie, nos hemos sentido tan abandonados, tan desprestigiados, tan inútiles, tan sin peso real como en estos momentos.

Estas son las sensaciones de un profesor de a pie que lleva 17 años dando clases sin que nunca, nunca, nadie haya penetrado en su aula para preguntarle cómo le va; sin que nunca, nunca, haya recibido una ayuda, un consejo directo proveniente de todo el personal teórico que nos atiende (otra cosa son los colegas, los compañeros de seminario); sin que nunca, nunca, le hayan proporcionado material directo que le ayude a impartir las clases.

Lo extraño es que, a pesar de todo, y a estas alturas de la vida, en esa segunda inocencia que da en no. creer en nada, siga creyendo en el oficio, probablemente porque no valgo para otra cosa. Pero yo me pregunto donde están las inspecciones pedagógicas, donde están todos los comisionados que teóricamente nos ayudan; porque yo sigo enfrentándome a las clases con mis propios recursos, con mís libros, con mis lecturas. Yo sigo preparando las clases en mi casa con mis libros; yo sigo poniendo y pariendo ejercicios, o exámenes, o controles en mi casa; yo sigo escribiendo con mi ordenador, imprimiendo con mí impresora, corrigiendo con mi vulgar y prosaico bolígrafo rojo los balbuceos de desencantados adolescentes, en muchas más de las siete horas y media semanales, siete y media, que nuestros absurdos teóricos nos asignan para preparar clases, redactar exámenes y corregir.

A mí sólo me controla, y me consuela, la satisfacción del trabajo bien hecho, el deseo de no defraudar a los alumnos -muchos se defraudan solos-. Sólo me sostiene la creencia, aunque muchos la infravaloren, de que este oficio es útil y necesario, y de que este país sería más alegre, más justo, más rico, menos hortera, menos vocinglero y más feliz, si fuera más educado, más culto, más sabio.

Porque una cosa son las sensaciones sustentadas en el aire que transmiten todos aquellos sabios, en su mayoría antiguos profesores que un día desertaron de la dureza de las clases para buscar un paraíso teórico mejor, y otra muy distinta la cruda realidad diaria del profesor, encantado o desencantado de serlo, que se sabe más útil en clase, pese a todos los abandonos, que todos aquellos teóricos de despacho, toreros de salón que, para mayor desesperación nuestra, no sólo no nos ayudan sino que nos desorientan y pretenden hacernos sentir imbéciles e inútiles.

es catedrático de Lengua y Literatura del instituto Benito Pérez de Armas, de Santa Cruz de Tenerife.

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