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Oklahoma y los 'ángeles anónimos'

Como los terremotos de California, las inundaciones primaverales del río Misisipí o los huracanes estivales de Florida, que tanto tememos pero que la costumbre nos ha obligado a anticipar con angustiante familiaridad, los atentados terroristas forman ya parte del catálogo de espantos presagiables en Estados Unidos. La devastadora bomba asesina que estalló el 19 de abril en el edificio federal de Oklahoma, repleto de hombres, mujeres y niños, ha vuelto a marcar la faz de esta vulnerable nación con la cicatriz del odio fanático.Ante el escenario de horror causado por esta orgía de sangre incomprensible y las imágenes de cuerpos de criaturas mutiladas por el fuego, el cemento y los hierros retorcidos, es difícil refutar el axioma desconsolador de Plauto homo homini lupus, "el hombre es un lobo para el hombre". A pesar de ello voy a intentarlo.

Como suele suceder en casi todos los dramas humanos, en este caso también las pasiones más malévolas se mezclaron con los impulsos más heroicos. Junto con los detalles dolorosos y espeluznantes de esta enorme tragedia, cada día salen a la luz nuevos gestos altruistas a manos de hombres y mujeres ordinarios. Unos donaron su sangre, abrieron sus casas y ofrecieron consuelo sin descanso. Otros se arriesgaron hasta el límite, algunos incluso perdieron su vida por salvar la de un semejante. Hoy el balance en Oklahoma se resume en un puñado de malvados y un ejército de ángeles anónimos.

La razón de este resultado es que la bondad, la compasión y la empatía brotan en el ser humano con un mínimo de estímulo. La revulsión contra el sufrimiento ajeno es uno de los distintivos de la humanidad. A través de la historia y en todas partes del mundo, se encuentran millones de personas que considerarían emocionalmente imposible hacer daño a propósito a un ser humano, y mucho menos quitarle la vida.

La prueba fehaciente de que la gran mayoría de los hombres y las mujeres son benevolentes es que perduramos. Como tantos antropólogos y sociólogos han argumentado, ninguna sociedad puede existir sin que sus miembros convivan continuamente sacrificándose los unos por los otros. No obstante, a menudo nos sorprendemos ante actos generosos, especialmente si el benefactor es un extraño. Los rasgos altruistas nos hacen sentir una mezcla de admiración y desasosiego. Nos chocan porque intuimos que van en contra del principio natural del egoísmo y, al explicarlos, no podemos evitar buscar en ellos motivos secretos, razones oscuras o neurosis extrañas.Yo pienso que las conductas altruistas no son ni paradojas ni misterios, sino acciones consistentes con las fuerzas de la adaptación, la supervivencia y la evolución natural de la especie humana. Desde el punto de vista darwiniano, hoy sabemos que avanzamos el proyecto evolutivo, incluyendo las probabilidades de que nuestros genes estén representados en el futuro, sacrificándonos no sólo por nuestros descendientes biológicos, sino también por personas fuera de nuestro clan familiar, y formando parte de grupos sociales basados en la cooperación y la reciprocidad. Los estudios sobre la compasión demuestran que los niños de dos años ya se turban o reaccionan con tristeza ante el sufrimiento de seres cercanos a ellos e incluso hacen intentos primitivos para aliviarles. El genial psicólogo Jean Piaget, que investigó el desarrollo infantil analizando minuciosamente las complejas relaciones entre la mente del pequeño y su entorno, observó que aproximadamente a los seis años de edad los pequeños ya pueden concebir las cosas desde el punto de vista de otra persona y son conscientes de las circunstancias ajenas.

La perplejidad que nos produce el altruismo brota de la noción dura y negativa del ser humano que ha dominado la cultura de Occidente, por lo menos desde la época de los griegos. Aunque la evidencia histórica y el día a día demuestran que somos por naturaleza generosos, muchos pensadores inclinados al pesimismo se han hecho eco de la creencia funesta de que el hombre "no tiene corazón", es una bestia egoísta y es más cruel hacia su propia especie que ningún otro animal. Hoy, esta visión misántropa tiene muchos seguidores. De hecho es la prevalente y se considera hasta más inteligente y realista. La idea positiva de la naturaleza humana, por el contrario, es tenida por ignorante o simplista, una actitud ingenua hacia la existencia que inmortalizó Voltaire en la figura del patético doctor Pangloss en la historia de Cándido.

En mi oponión, ese concepto realista de la humanidad no sólo ignora los requisitos de la supervivencia, sino que se cimenta en una información claramente prejuicista. Tendemos a juzgar la cantidad total de benevolencia humana como insignificante en comparación con el monto de maldad, porque tanto los anales de la historia como los medios de comunicación toman nota principalmente de los sucesos viles o desdeñables y rara vez consideran la bondad. digna de mención. Además, la mayoría damos por hecho, como la fuerza de gravedad, que las personas a nuestro alrededor sean decentes y piadosas. Sin embargo, nos fascinamos ante, las atrocidades, precisamente porque no forman parte de lo que esperamos de nuestros compañeros de vida.

Sospecho que la vida continuará siendo difícil, el terrorismo implacable y la intolerancia abundante. Con todo, el balance global de estos dramas humanos seguirá siendo positivo. Porque la fuerza vital que hoy nos impulsa, en el fondo, es la misma que la de Ana Frank, la niña judía de 15 años que plasmó en su raído diario de tapas a cuadros unas semanas antes de que fuera descubierta por los nazis en el ático que usaba de escondite en Amsterdan y en vísperas de morir en el campo de concentración de Bergen-Belsen: "A pesar de todo, creo que la gente es realmente buena en su corazón".

Aunque sólo sea a título personal, durante más de 20 años he trabajado en el campo de la salud pública de la ciudad neoyorquina en uno de esos cargos que, con el tiempo -según asegura la gente convencida-, llena a todos de indiferencia y de cinismo. Sin embargo, de alguna manera, el trato con los grandes males de la mente y de la cultura de este pueblo me ha hecho más idealista. La lección más importante que he aprendido en este tiempo es que nuestra ineludible y normal tarea diaria consiste en convivir unos y otros. He andado por las calles y he visto generosidad en los lugares más oscuros: en los asilos municipales, en los manicomios, en los túneles del metro, en los antros de la droga y en los barrios más desolados. Porque la humanidad, a pesar de los horrores de Oklahoma, es esencialmente bondadosa. Millones de ángeles anónimos lo demuestran cada día esquivando los vientos dominantes del odio, el egoísmo y la venganza.

Luis Rojas Marcos es psiquiatra y máximo responsable de los Servicios de Salud Mental de Nueva York.

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