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El viejo que fuma

Juan José Millás

Trabajo en una casa de seguros cuyas oficinas están en el casco antiguo, junto a la Puerta del Sol. Hace un año, por razones que no vienen al caso, dejé de fumar. Pero el domingo pasado estaba un poco triste y encendí un cigarro que me salvó la vida y desde entonces ya no he podido dejarlo, aunque lo hago a escondidas para no perder el prestigio conquistado a lo largo de todos estos meses de agonía. De manera que en casa digo que voy a bajar la basura y en la oficina me retiro al servicio, que es una especie de ascensor estrecho, con un ventanuco muy alto que da a un patio interior de dimensiones tan pequeñas que estirando el brazo podría golpear las ventanas de enfrente. Fumo de pie, sobre la taza del retrete y asomado a ese agujero por el que expulso el humo, para evitar que alguien que entre detrás de mí, note el olor. El primer día me pareció un poco humillante, pero enseguida comencé a sacarle gusto. Creo que ese patio interior es un poco el resumen de mi vida, y he hallado en él la paz que uno encuentra en los resúmenes, aunque también ese punto de desazón de todo lo que es excesivamente familiar.El caso es que el otro día estaba asomado al respiradero, consumiendo un Marlboro, cuando de súbito se abrió la ventana de enfrente y apareció el rostro de un anciano con gafas que tras lanzarme una sonrisa de complicidad me pidió un cigarrillo. Se lo di, claro, qué iba a hacer, y le proporcioné también el fuego. Luego fumamos unos instantes en silencio, el uno frente al otro, yo un poco avergonzado, la verdad, pero el viejo feliz.

-No me dejan fumar -dijo en tono clandestino, señalando hacia el interior de la casa- ¿Y usted?

-A mí tampoco -dije sintiéndome un poco ridículo.-Pero usted es joven. Puede oponerse.

-No me gusta oponerme.

-Ya.

Me preguntó a qué hora solía volver y le dije que al mediodía.-Pues luego nos vemos -añadió-, ahora tengo que irme.

Tras dar dos caladas más un poco ansiosas apagó el cigarrillo en el marco de la ventana y se guardó la colilla en algún sitio, un bolsillo, supongo, que no estaba al alcance de mi vista (sólo podíamos vernos la cabeza). Yo me retiré también y estuve un poco nervioso hasta la una: creo que el rostro de aquel viejo, no sé por qué, completaba el paisaje del patio interior de mi existencia y necesitaba comprobar que acudiría a la cita. Y acudió. Fue muy agradable, la verdad, y muy tranquilizador verle allí de nuevo. A lo mejor parece una exageración, pero creo que aquel viejo era, después del patio, lo único que faltaba a mi vida, que ahora por fin está completa. Es como cuando ves un bodegón y sabes que le falta una manzana para ser un bodegón como Dios manda. La cabeza del viejo era mi manzana, de manera que ahora creo que ya lo tengo todo. Estoy completo.

Así que cuando me meto en la cama, por las noches, soy feliz, porque sé que en el bolsillo de la chaqueta llevo un paquete de tabaco secreto, que me da la misma seguridad que si llevara una pistola. Y en la cabeza, también sin que nadie lo sepa, escondo un patio interior por el que subo y bajo imaginariamente hasta que me quedo dormido bajo la mirada tolerante de ese anciano al que todos los días regalo 10 cigarrillos. Algunas noches me despierto angustiado porque sueño que el viejo que fuma se ha muerto. Pero me fumo un cigarrillo en la cocina, con la ventana abierta, para que al día siguiente mi mujer no lo huela, y se me pasa enseguida. A veces me pregunto si ese patio interior podría estar en otra parte, en Suecia, por ejemplo, pero creo que no, que sólo puede estar en mi cabeza o bien, en su defecto, en Madrid.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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