Huérfanos
Antes leía libros, ocupaba gran parte de mi tiempo en leer libros, pero las lecturas obligadas, exigidas por las clases, por los trabajos críticos, por las presentaciones, por los interminables compromisos de la vida literaria, me habían privado de algo esencial, del factor más estimulante para cualquier lectura, para cualquier creación (y en la buena lectura tiene que intervenir un factor creativo): había perdido la gratuidad, la libertad, la posibilidad de elegir un texto al azar, por gusto, por capricho, por lo que sea, único camino para llegar a descubrir. el verdadero placer del texto.Ahora he recuperado esa libertad, pero he perdido, en cambio, el otro factor esencial, el tiempo. Escojo libros recién salidos del horno, como el volumen de François Furet sobre la historia de la idea comunista en nuestro siglo, o saco mi viejo ejemplar. de Heródoto, o una correspondencia de Stendhal con Eugenia de Montijo, o una excelente traducción al francés de El conocimiento del dolor, de Carlo Emilio Gadda, sin someterme a programas, pero tengo que leer los a sorbos, en noches avanzadas, en amaneceres insomnes, en extraños paréntesis que suelen producirse durante el día, paréntesis nunca anunciados.
En las horas principales, entretanto, consumo la más variada documentación internacional. Son textos que por lo general carecen de autor, que tienen títulos intercambiables, que se identifican por medio de complicadas cifras, letras, números y otras indicaciones cabalísticas. Franz Kafka, que estudió Derecho en su juventud, solía decir que estudiar textos legales era como alimentar el espíritu con aserrín. En mi condición actual, leo en horas extravagantes a Shakespeare, a Gadda, a uno que otro amigo (a J. J. Armas Marcelo, por ejemplo, amigo beligerante, prosista fogoso), y el resto del tiempo me alimento de multiplicados, interminables, reconcentrados y recalentados aserrines.
Tengo la manía, para mi desgracia, de terminar los libros que he comenzado alguna vez a leer, casi todos los libros. Abrí el grueso volumen de Furet hace meses y acabo de doblar la página 572, la última. ¡Cuántos insomnios, me digo, cuántas horas robadas, cuántas ventanillas de avión y veladores de hotel! El libro, además, tiene una condición perversa: las páginas finales, las del balance del siglo, son las mejores. En sus poemas de revisión, de revisionismo disimulado, Neruda habló del "siglo permanente", el siglo que no terminaba nunca de caer, con todos sus crímenes, con sus aberraciones, al pozo de la historia. Neruda habría sido uno de los grandes personajes de Furet, pero la limitación principal del texto de Furet radica, por lo menos para mi gusto, en ignorar en forma total, con la más profunda de las indiferencias, la proyección de la ilusión comunista hacia los países de la periferia, de los márgenes, del llamado Tercer Mundo. Hay un par de pinceladas sobre Fidel Castro y sobre Mao Zedong, pero nada más.
En sus páginas finales, Furet describe con brillo a un tipo humanó que conocemos muy bien, que será visto, cuando se tenga un poco de perspectiva, como uno de los personajes que definen mejor este final de siglo: el de los "huérfanos" del comunismo desaparecido. A cada rato nos encontramos con estos huérfanos, que adoptan actitudes diametralmente opuestas, contradictorias: o bien disimulan su orfandad, o bien la proclaman a gritos, con una especie de arrogancia en una derrota que no admiten como derrota. Alguien me habla de un artista latinoamericano que fue "de extrema izquierda" y que es, además, "aunque te parezca increíble", enormemente acaudalado. El caso, contesto, no tiene nada de increíble. Me parece, incluso, archiconocido, bastante fácil de explicar. Uno de los problemas de la riqueza personal desmesurada es que destruye la libertad de crítica, la independencia auténtica. Los grandes ricos andan por el mundo dando codazos, pisando callos, y cuando no andan así, andan pidiendo disculpas. Da la impresión de que el término justo, el equilibrio, no existe, o no es frecuente. Será por eso, quizá, que les sale tan difícil ingresar al Reino de los Cielos. Se quedan en el infierno de la inautenticidad, del compromiso, del sectarismo.
Furet explica que la burguesía tiene la necesidad imperiosa de construir un después, un más allá de la sociedad burguesa. Es una sociedad eficiente, creativa, capaz de convivir con notable libertad, de una manera mucho más civilizada que las sociedades anteriores, pero es, al mismo tiempo, una sociedad intrínsecamente insatisfecha, que sufre de la imperiosa necesidad de fabricar utopías, construcciones mentales que de algún modo la sobrepasen. De ahí que la presencia de la ideología comunista o, más bien, de sus ilusiones, sus estilos, sus costumbres, en la alta burguesía, entre las clases ricas que se propone destruir, sea mucho menos extravagante de lo que se piensa. Los millonarios revolucionarios han sido una constante de este siglo, constante que en América Latina se ha repetido hasta el agotamiento, y entre los latinoamericanos de París, ¡para qué decir!
Lo mejor del libro de Furet, su contribución más original, es el retrato de los intelectuales burgueses de Europa seducidos por la utopía comunista. Fueron casi siempre los más sectarios, los más intransigentes, los más implacables. Ahora andan por el mundo desorientados, sin brújula, ¡huérfanos!, pero sospecho que encontrarán de pronto algún asidero ideológico y que no lo soltarán, que se aferrarán con fuerza, con la ansiedad de los que se han asomado al abismo.
La sociedad burguesa, en buenas cuentas, triunfó en gran parte del mundo, pero su triunfo siempre ha sido vergonzante, insatisfactorio. Los hijos de la burguesía sueñan con el pasado o Con el futuro y rechazan el presente de una manera radical. Por eso quieren ser escritores, o tienen ínfulas aristocráticas, o se proponen acumular fortunas gigantescas y perfectamente inútiles, o se hacen" se hacían hasta hace muy poco, militantes de la Revolución Mundial. Es la locura inevitable y quizás, en el fondo, explicable de nuestra época. Todos los delirios, al fin y al cabo, responden a una necesidad profunda y humana.
"Sin la locura", escribía el poeta portugués Fernando Pessoa, "qué es el hombre / sino una bestia higiénica, un cadáver postergado que procrea..." Aquí reside, diríamos, el secreto último. Aunque la explicación de los historiadores sea interesante, incluso apasionante, como ocurre en el caso de Furet, son los poetas los que siempre tienen la última palabra.,
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