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El capitalismo sin reglas

Joaquín Estefanía

Las ciencias sociales habían recorrido un largo camino -sobre todo a partir de 1989- hasta asimilar, de modo casi universal, que democracia y mercado eran conceptos no sólo compatibles, sino que uno no se podía explicar sin el otro. Así, la libertad de mercado había devenido en una libertad más, sin matices. Lo ocurrido en la economía mundial desde el pasado 20 de diciembre, cuando México devalúa su moneda, pone en cuarentena la pureza de esa reflexión; a partir de esa fecha se desata una formidable especulación monetaria en todo el mundo que desequilibra muchas economías nacionales. Y no sólo en los países vecinos o en otras naciones emergentes, como el sentido común podría indicar, sino en lugares muy alejados de la problemática mexicana.Cuando inidentificados agentes especulativos hacen temblar las economías nacionales -las más débiles, primero, pero también otras solventes, cuyos fundamentos no justificarían los terremotos financieros que estamos viviendo- ¿hasta dónde tiene sentido la acción de los Gobiernos o las intenciones de los parlamentos? En su reciente Diccionario político, Eduardo Haro TecgIen escribe: "La democracia supone una continua lucha por ampliar el número de participantes en el Gobierno de todos y por fijar las reglas de participación en el Gobierno". ¿Qué tienen que ver los movimientos espasmódicos de las divisas con esto? O de modo más cercano: ¿Qué sentido tiene discutir, por ejemplo, el programa económico del Partido Popular si al final va a significar menos que lo que George Soros decida sobre el destino de la peseta?

A mediados de los años setenta y principios de los ochenta, las dificultades de muchos países provocaron un nuevo paradigma económico en el que se manifestó el agotamiento de las políticas populistas y proteccionistas que habían conducido a crecimientos espectaculares de los Estados, a enormes déficit públicos y, como consecuencia añadida de la indisciplina en el gasto, a crisis fiscales próximas a la quiebra. Este paradigma condujo al impulso de los mercados como los instrumentos más eficientes de la asignación de recursos y a una serie de reformas: disciplina fiscal y generalización de los impuestos; liberalización del comercio y reorientación de las fuerzas productivas hacia la exportación; tasas de interés positivas y tipos de cambio fijados por el mercado; desregulación de muchas actividades y privatización de empresas públicas; cambio en las prioridades del gasto público, etcétera.

En los casos más extremos, ello generó una suerte de mercadolatría, una especie de metafísica económica que absolutizaba al mercado como panacea de todos los problemas. Y además, como deriva de estas reformas necesarias, durísimos planes de estabilización que en un primer momento aumentaron el desempleo, disminuyeron el con sumo y la demanda, cerraron empresas ineficientes y redujeron los salarios reales. Sacrificios imprescindibles para volver luego al equilibrio y competir y, en una segunda fase, aprovechar la bonanza de la recuperación en las economías nacionales.

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Éstas eran las reglas de juego. Pero ahora observamos que tampoco sirven. Que no se aplican. Un país puede tener sus fundamentos dentro de una cierta ortodoxia (no hay nadie absolutamente ortodoxo en este campo) y observar, por ejemplo, cómo un par de brokers, unidos por computadora desde remotos lugares, mueven tan inmensas cantidades de dinero en cuestión de segundos que transforman la tendencia creciente de su economía, trabajosamente lograda, en una pendiente descendente.

La economía fínanciera ha sustituido a la economía real. Los movimientos financieros, además de realizarse en el cortísimo plazo a través de programas informáticos (ya no se precisan los gigantescos patios de operaciones de los bancos tradicionales), tienen como protagonistas a anónimos fondos de inversión o de pensiones que no poseen alma ni cara y que se rigen por su propia coherencia; cantidades enormes de capitales persiguen los tipos a corto plazo por todo el mundo a través de la navegación por las autopistas de la información, en busca de beneficios por transacciones de divisas: menos del 5% de los intercambios monetarios corresponde al comercio de bienes o mercancías. Los mercados financieros tienen un único y exclusivo fin, el beneficio, pero un beneficio atípico: aquel que no lleva contrapartida real alguna. Este sistema es intrínsecamente inestable.

Todo esto no supone que la liberalización de capitales no tenga efectos positivos. Ha sido esa liberalización la que ha hecho posible el flujo de capitales hacia algunos países emergentes -y hacia España- que permite financiar su deuda ante la endeblez del ahorro interno y, en definitiva, el crecimiento de su aparato productivo. Ha sido esa liberalización la que ha permitido la diversificación de las carteras de los inversores hacia circuitos alejados de los centros más poderosos (España, por ejemplo, no suele tener más de un 1% o un 2% de las grandes carteras internacionales). La globalización del capital ha favorecido, en definitiva, a los países en desarrollo. El aumento de flujos financieros hacia los países en desarrollo pasé de 47.000 millones de dólares en 1990 a 173.000 millones en 1994. Y ello motivado por la diversificación de las carteras de inversión y también por la baja de los tipos de interés en Japón, Estados Unidos y Europa, que permitía a los agentes pedir prestado a bajo precio en sus países de origen para invertir en un mercado emergente con la más alta rentabilidad. México ha frenado este sueño.

Al mismo tiempo, la volatilidad de estas inversiones es enorme. Cualquier percepción de incertidumbre cambia la coyuntura; un atisbo de confusión política o social -no necesariamente económica- puede afectar a la valoración que de un país hacen los especuladores internacionales. Un acontecimiento inesperado puede modificar el sentido de los flujos de capital. Cuanto más marginal es una economía en el concierto mundial y, por consiguiente, más dependiente de la inversión exterior, más volátil tiende a ser esta última.

Hay, además, una lección añadida: el primer ciclo de desarrollo en muchos países emergentes se está agotando. Caracterizado por economías que podían despegar sin necesidad de profundas transformaciones en sus instituciones, las desigualdades sociales extremas, el retraso en la apertura política y la debilidad financiera se harán más evidentes, provocando crisis e inestabilidad.

¿Existe algún modo de corregir los efectos más perversos de este capitalismo de casino, sin reglas del juego? Estableciendo algunas sin volver a la autarquía. No parece tener sentido la libertad total de capitales con un sistema de cambios fijo, ya que son los mercados los que dictan, al final, las normas, y no los Gobiernos, a los que no queda más remedio que obedecer resignados. Entre todos los bienes que se comercializan, el dinero no parece ser el más adecuado para intercambiarse en mercados absolutamente libres. Con la especulación financiera generalizada ha perdido fuerza de atracción la idea de gobierno y está muriendo la concepción de la libertad como derecho a hacerse cargo de su destino a una colectividad humana, de dotarse de un gobierno que exprese la voluntad colectiva. Los mercados financieros se han convertido en el principal lobby contemporáneo.

Más de un billón de dólares son cambiados cada día en los mercados de divisas mundiales. Mientras tanto, las reservas de los 10 países más solventes del mundo no alcanzan los 500.000 millones de dólares, por lo que la intervención de los bancos centrales tiende a ser inoperante. Los acuerdos políticos del G-7, como los del hotel Plaza de Nueva York en 1985 o el Louvre en 1987, son cosa del pasado. La única propuesta bienintencionada que surge en los foros de discusión es la revitalización de las organizaciones supranacionales, tipo FMI, Banco Internacional de Pagos o Instituto Monetario Europeo para que ejerzan de árbitros y para que eviten que la dictadura de los mercados provoque la inestabilidad descontrolada de las economías nacionales.

En un reciente artículo publicado en EL PAÍS, Mario Vargas Llosa escribía, para rebatirlo, sobré el embeleso de los análisis sobre este asunto de Hans Magnus Enzensberger. Y reproducía un texto del libro Perspectivas de guerra civil del intelectual alemán: "Es incontestable que el mercado mundial, desde que dejó de ser una visión lejana y se convirtió en realidad global, fabrica cada año menos ganadores y más perdedores, y eso no en el Tercer Mundo o el segundo, sino también en los altos centros del capitalismo. Allá, son países o continentes enteros los que se ven abandonados y excluidos de los intercambios; aquí, son sectores cada vez más grandes de la población los que, en la competencia cada día más grande por las calificaciones, no pueden seguir y caen".

Vargas Llosa concluía: si la ley desaparece "es probable que la pesadilla de Enzensberger, aunque por otros caminos, se hiciera realidad". La ley, las reglas del juego, están desapareciendo a marchas forzadas del capitalismo.

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