Desheredados
Un ardiente día de junio de 1989, recién enterrado el imam Jomeini, Rafsanyani convocó a los periodistas extranjeros presentes en Teherán. Dijo muchas cosas interesantes. Por ejemplo, que la mayoría de los análisis occidentales sobre Irán eran "como disparos en la oscuridad". Era y sigue siendo cierto. Irán es una de las más viejas naciones del planeta, su islam shií es muy particular y sus tejidos étnicos, culturales y sociales son de una gran complejidad. A ello debe añadirse la ausencia de libertad y transparencia.Pero aquel día, Rafsanyani también dijo que el pueblo iraní había sufrido mucho a causa de la guerra con Irak y necesitaba urgentemente "una mejora de su situación material". Él se postulaba abiertamente para dirigir las reformas que harían posible esa mejora. Pues bien, Rasanyani ya cumple su segundo e improrrogable mandato como presidente de la República Islámica de Irán y esa otra afirmación de junio de 1989 también sigue siendo válida. Que se lo pregunten a los mustasafin, los desheredados en cuyo nombre se hizo la revolución jomeinista de 1979.
El pasado martes, los mustasafin de Islamshahr y Akbar Abad, al sur de Teherán, salieron a la calle. La gota que había desbordado el vaso de su paciencia fueron las subidas de precios del transporte público; la respuesta que obtuvieron fue una feroz represión por parte de los pasdaran, los guardianes de la revolución. Hubo muertos y heridos, como los había habido, en agosto de 1994, en los disturbios, también en protesta por el aumento del coste de la vida, de Qazvin, 150 kilómetros al oeste de la capital.
¿Es el comienzo del fin? Quien responda afirmativamente y sin la menor duda a esta pregunta se aventura en exceso. Desde la caída del sha se viene anunciando periódicamente el crepúsculo del régimen teocrático de Irán y, sin embargo, ahí sigue. Lo único cierto es que el nuevo año iraní, que coincide con la llegada de la primavera, ha comenzado mal para buena parte de los casi sesenta millones de habitantes de la antigua Persia. Iraníes y no iraníes que han estado recientemente en Teherán informan de que la gente habla con amargura de inflación galopante, desempleo insoportable, burocracia inextricable, corrupción generalizada y parón en la política de relativísima tolerancia en materia de costumbres preconizada por Rafsanyani.
Entretanto, la República Islámica tiene que afrontar una fuerte ofensiva norteamericana, que puede culminar con la prohibición de que las compañías de Estados Unidos compren crudo iraní. Tras haber impedido que la empresa Conoco trabajara en el desarrollo de un área petrolera iraní, Clinton presiona a los rusos para que no entreguen los cuatro reactores nucleares que han vendido a Teherán. Los norteamericanos están convencidos de que Irán está buscando el arma nuclear; los iraníes insisten en que desean producir electricidad.
¿Ha fracasado Rafsanyani? No del todo. Sus virtudes de viejo político persa le han servido al menos para mantenerse en la presidencia durante más de cinco años. Pero su política de pragmatismo, apertura interior y ruptura del aislamiento internacional no parece haber ido demasiado lejos. Lo tenía, y lo tiene, difícil. Aunque Irán parece haber renunciado a exportar por la fuerza su revolución islámica, su credibilidad exterior sigue ensombrecida por la condena a muerte dictada contra Salman Rushdie. Y, en el interior, Rafsanyani, que, por lo demás, nunca ha pretendido desmantelar el régimen, se ha visto censurado en sus experiencias reformistas por el clan ortodoxo dirigido por Alí Jamenei. Éste, que el pasado invierno fue promovido al rango de gran ayatolá, se toma muy en serio su papel de guía espiritual de Irán y guardián de las esencias del jorneinismo.
En Irán, todo se sigue jugando entre turbantes, el blanco de Rafsanyani, el negro de Jamenei y muchos otros. Las luchas de clanes no llevan a ninguno de ellos a poner en cuestión el poder que todos comparten; la oposición organizada es muy débil en el interior y completamente alejada de la realidad en el exterior, y la gran mayoría de los iraníes no desea sufrir de nuevo las turbulencias de una revolución o una guerra. Así que la situación se estanca y los ánimos de los mustasafin se encrespan. Ahora el régimen islámico los tilda de "gamberros" y los aporrea y tirotea.
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