El Pacto de Toledo y el traje primera comunión
En la España de la posguerra, a muchos niños se les compraba, con gran esfuerzo de su familia, un traje para la primera comunión que tenía que durarle el máximo de años posible. Cuando el niño crecía se le estiraban las mangas y los pantalones, se le sacaban los dobladillos, se corrían los botones... en un esfuerzo por prolongar la vida del traje hasta que, pasados los años, el niño, para entonces casi un hombre, reventaba.El Pacto de Toledo sobre el sistema de pensiones suscrito por los principales partidos políticos, cargado de voluntarismo, recuerda a lo que se hacía con aquellos trajes para responder al crecimiento del cuerpo: un poquito por aquí, un poquito por allá, hasta que el traje reviente, y entonces veremos qué hacemos,
A los que se permiten opinar que a lo mejor hay que cambiar de traje se les contesta como se hacía con las vecinas que llamaban la atención cuando se estaba quedando estrecho y corto el traje del niño: "Seguro que es sastre o costurera y quiere hacer negocio a nuestra costa".
Los numantinos defensores del actual sistema de pensiones no se resignan al paso de los años ni al cambio de condiciones que se ha producido desde su invención. No niegan, porque no pueden, que la ecuación se ha alterado: mientras los activos que pagan cuotas apenas han crecido, los pasivos que las cobran no han cesado de aumentar. La relación entre 3,4 cotizantes por perceptor en 1973 ha pasado a 1,8 activos por pensionista en 1993. Y las previsiones estiman que la ecuación se irá deteriorando, hasta llegara a un pensionista por cada activo. Pero los ortodoxos tratan de seguir , como en la vieja historia, ensanchando las costuras, creyendo que la bondad del tejido y el diseño resistirán más allá de la evidencia. La realidad es, que tenemos un sistema viejo, en el que ya no cabe una sociedad nueva. El problema de la viabilidad de las pensiones no es político, es demográfico y aritmético. La población receptora de pensiones ha crecido en los últimos años y lo seguirá haciendo en el futuro, pero la que aporta fondos permanece estable.
La esperanza media de vida de los españoles ha crecido hasta los 78 años y es de 83 años para quienes alcanzan la actual edad legal de jubilación (65). Quiere ello decir que el perceptor de una pensión como inactivo permanecerá, un promedio de 18 años directamente vinculado al sistema de la Seguridad Social, en el supuesto, poco probable, de que la esperanza de vida no siga aumentando; algunos expertos la sitúan en 90/ 95 años para el primer cuarto del próximo siglo. ¿No parece esto suficiente para que el modelo se deba replantear?
No es fácil ni agradecido exponer dudas sobre el equilibrio financiero -precario- del Estado del bienestar. No existe excesivo interés, ni en los dogmáticos partidarios de su sostenimiento, ni en los que temen asumir riesgos de impopularidad. No dar por descontada su supervivencia, es violentar el dogma y, como en las religiones integristas, acarrea excomunión. Cualquier sugerencia de cambio se manipula de inmediato, presentando al inspirador como un ser despiadado e insolidario, insensible o incluso complacido con la idea de privar de sus escuálidas pensiones a viudas, inválidos, jubilados y pobres de solemnidad. Vamos, lo que se dice un perverso neoliberal. Así, frente al preocupado por el bienestar de los menesterosos, que no hace nada y se limita a confiar en que alguien lo resuelva en el futuro, aparece el agorero que critica por egoísmo y esconde, tras su aparente preocupación, porque el sistema pueda hundirse, un turbio deseo de obtener un beneficio mercantil.
Son muchos los factores que condicionan y amenazan el futuro del sistema actual. La presión de los perceptores de prestaciones no sólo es demográfica, también es económica: el jubilado siente que su renta se reduce excesivamente respecto a su etapa activa y tiene dificultades para mantener su nivel de vida. La combinación de todos los factores empuja hacia el desequilibrio financiero al sistema de Seguridad Social.
El horizonte plantea, aunque no se quiera decir, una triple disyuntiva: reducir prestaciones, subir las cotizaciones o aumentar los impuestos, directos o indirectos. Lo primero no se quiere -y seguramente no se deba- hacer, pero la opción de incrementar impuestos y/o cotizaciones es todavía más improbable, a menos que se quiera agravar el problema: cualquier aumento suplementario de la presión tributaría -no queda margen- irá en contra de la actividad económica y el trabajo -lo que más nos hace falta- descenderá y no aumentará. Si hay menos activos se agravará el desequilibrio del sistema, poniendo en marcha una espiral difícil de detener.
Especial excitación produce la guerra declarada entre partidarios y detractores de los dos sistemas genéricos conocidos para las pensiones: reparto y capitalización. Los problemas del primero resultan evidentes. Las ventajas del segundo son poco destacadas: la potestad del ciudadano para individualizar sus decisiones y la acumulación de capital que el sistema entraña, con una enorme capacidad de financiar actividades productivas. No deberíamos ignorar la existencia de esos fondos de pensiones americanos, y también europeos, que están en la propiedad de las grandes empresas y que tanto se echan en falta.
Conviene recordar que, aunque el sistema español de pensiones es puramente de reparto, fue presentado en su día como de capitalización. Se indujo a los trabajadores a que pensaran que sus aportaciones (cotizaciones) durante la vida laboral les serían retornadas en forma de pensión. Nadie ha deshecho del todo el equívoco explicando claramente que las pensiones de hoy no dependen de lo aportado durante el pasado activo, sino de la capacidad cotizante de las generaciones actuales y futuras y/o las aportaciones con las que el Presupuesto del Estado las pueda contemplar. Del mismo modo, se induce al equívoco cuando se presenta nuestro sistema como idéntico al que rige en nuestro entorno. La verdad es que todos los países de la Unión Europea practican esquemas mixtos, en algunos casos con muy poco reparto y un alto componente de capitalización, y en todos ellos el debate sobre el futuro de las pensiones está abierto al máximo nivel.
Personalmente, me niego a arrojar la toalla, pensando que este país sea distinto y no se pueda debatir. Parece claro que no quieren hacerlo los políticos, que prefieren los parches y retrasar el abordar el problema en toda su magnitud. Somos muchos los que pensamos que se trata de uno de los asuntos más comprometidos a los que deberá enfrentarse en el futuro esta sociedad. Cuanto antes busquemos una solución, una respuesta, el coste será menos indigesto, más soportable para la colectividad: activos y no activos, empresas y sector público...
Como tantas veces, el debate se plantea de un modo falaz. La opción no está en mantener un modelo cuasi perfecto, basado en el reparto, o implantar un mecanismo insolidario, fundamentado en la capitalización. Lo que tenemos por delante es la evidencia de un modelo que se agota y que justamente para preservar sus esencias y mantener el carácter universal de las prestaciones sociales, tendrá que ser reformado, sustituido o complementado, más allá del maquillaje superficial que los conjurados toledanos propusieron. Hay que estudiar y discutir todas las alternativas, sin excluir ninguna a priori; para poder elegir la mejor o, según se quiera ver el problema, la "menos peor". Incluso más importante que elegir para el futuro, es analizar cómo se transita de un modelo inviable a otro de estabilidad. No es serio tratar de liquidar la alternativa de capitalización bajo la afirmación, no demostrada, de que es inviable en nuestro país, como se hace en el documento de Toledo con una sola frase, ni tampoco defenderlo a ultranza sin saber cuánto cuesta y cómo se financia.
El Gobierno y los altos cargos de la Administración, que están en posesión de todos los datos de nuestro sistema de pensiones, están especialmente obligados a fomentar ese debate.
Cuando se intenta tranquilizar a la población asegurando que el sistema actual es perfectamente viable y que además se deben bajar las cotizaciones, para dinamizar el empleo, y al mismo tiempo mantener el poder adquisitivo de las pensiones, hay que explicar con qué hipótesis se llega a cuadrar este círculo.
A la ponencia parlamentaria hay que exigirle realismo y que las recomendaciones de Toledo se ensanchen para contemplar con mente abierta otras alternativas que tienen ya una atractiva experiencia. Todo antes de que el traje estalle.
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