Perder el norte
Lo de Madrid ciudad abierta no es metáfora, el aire pasó siempre a través de los huecos de sus historiadas e históricas puertas. Empezando por Puerta Cerrada, para sembrar una paradoja más en esta ciudad de paradojas, siguiendo por la de Hierro, portillo ornamental hoy arrinconado por necesidades del tráfico viario. Los avatares del caótico urbanismo madrileño en su eterno hacer y deshacer se llevaron de su primitivo emplazamiento la Puerta de San Vicente, situada al final de la cuesta del mismo santo, que por un tiempo se llamó paseo de Onésimo Redondo. Ayer recuperó la cuesta su santa denominación y hoy recupera la plaza su emblemático monumento, cubierto aún por los telones de la obra.La Puerta de San Vicente, a punto de abrirse en la glorieta, exhumada de los cementerios municipales, es obra del prolífico arquitecto don Francisco Sabatini, un encargo más del infatigable Carlos III, edificado a su gusto y rubricado en la correspondiente cartela: "CAROLUS III APERTA VIA PORTA STRUCTA COMODITATI AC ORNAMENTO PUBLICO CONSULTUM VOLVIT ANNO MDCCLXXV". La Puerta de San Vicente, según escribía Pascual Madoz en 1849, está formada por "un doble zócalo sobre el que se levantan dos columnas arrimadas en cuyo intercolunio hay un arco de medio punto almohadillado; el cornisamiento está adornado de triglifos con castillos en las metopas y en el centro una lápida... Termina todo en un frontispicio triangular coronado por unos trofeos".
Por encima del andamiaje y el entoldado asoman ya los trofeos y los triglifos, entre grúas y maquinarias. Para ocupar supuesto, la puerta ha desplazado a una esbelta fuente ornamental que nunca acabó de cuadrar en este cruce de caminos, frontera de Madrid por el Oeste, donde se ubica la estación del Norte, o del Príncipe Pío. A sus espaldas corre el Manzanares y da comienzo la Casa de Campo, al Este, según se sube la cuesta reposan los jardines del Campo del Moro que circundan el Palacio Real y hacia el Norte se abre el Paseo de la Florida que en otros tiempos fuera la popular Bombilla de las castizas verbenas y los típicos merenderos.
Sobre la construcción de la estación del Norte, ahora en proceso de reconstrucción y vaciamiento, tiene Pedro de Répide duras palabras. La estación ferroviaria apunta, tenía que haberse construido exactamente al Norte, quizás en los Cuatro Caminos, para facilitar el transporte de viajeros y mercancías, pero se construyó aquí por intereses especulativos, pura y dura corrupción municipal que enriqueció a los propietarios de los terrenos expropiados. En la última posguerra, cuando los celosos guardianes de la nueva moral, vieja e hipócrita moralidad repuesta por clérigos y militarotes, perseguían con saña a las parejas que se mostraban demasiado efusivas en público, muchas solían citarse en los sombríos andenes de la estación para abrazarse y besarse simulando dramáticas despedidas a pie de trenes que no iban a tomar. Los guardias de la porra aplicaban un baremo más indulgente a estos arranques de emotividad que brotaban en el momento de la separación o del reencuentro.
La plaza de San Vicente, aún al margen de la estación, sigue siendo lugar de paso, punto de salida y llegada de líneas de autobuses que comunican Madrid con poblaciones como Móstoles y con algunas ciudades de Castilla. Abundan además en sus cercanías hoteles y residencias de viajeros, y subsisten, herederos de los ventorros de La Bombilla, mesones y cervecerías cuyas terrazas rememoran, como un pálido reflejo en algunas noches de verano, el ambiente de aquel Madrid, alegre y confiado, de antaño.
Al fondo de la plaza, cercados por las obras y su estruendo, se levantan los efímeros tenderetes entoldados de un mercadillo, tolerado, temen sus ocupantes, mientras duren las interminables excavaciones y remodelaciones de este nudo de comunicaciones que atraviesa, paseos, autopistas y carreteras Es un mercadillo mínimo y animado donde la artesanía étnica y la bisutería neo-hippy, la ropa de batalla y los complementos vestimentarios comparten espacio con una librería que ofrece ediciones baratas de los clásicos, novelas de aventuras, diccionarios y la enésima edición de uno de los más resistentes éxitos editoriales del franquismo, que no es, desde luego, ni un ensayo, ni una novela, ni un panfleto. Es el libro de cocina económica editado por la Sección Femenina.
Es un mercadillo multiétnico y solidario donde comparten acera y charla vendedores ambulantes oriundos de Senegal, libreros y artesanos latinoamericanos y autóctonos, comerciantes y artistas relegados a los confines de la ciudad, que comparten también los riesgos de una actividad denunciada por los propietarios de comercios estables que hacen injustamente culpables de su permanente crisis a la competencia "desleal" de los sufridos nómadas.
Acorralados entre vallas metálicas, socavones y maquinaria pesada de obras públicas, ensordecidos por el bramar del tráfico y de las máquinas, los transeúntes cruzan la calle al albur, a su buen entender, esquivando automóviles y hurtando el cuerpo a peligros innumerables. La plaza de San Vicente es, por el momento, un sector de alto riesgo para peatones y conductores, territorio del caos, zona de guerra.
Los vecinos, y los transeúntes habituales más optimistas, dan por bien empleados sus sufrimientos pensando que en un futuro, teóricamente inmediato, aunque no sea más que por la cercanía de los comicios municipales, su plaza lucirá como uno de los rincones más bellos de la ciudad. Lucirán triglifos, trofeos y metopas en la recuperada puerta neoclásica, brillará de nuevo la cúpula de la estación del Norte y su reloj volverá a marcar la hora del presente. Este lugar, es un lugar de privilegio aunque no sea más que por la proximidad de la Casa de Campo, por el doméstico fluir del Manzanares, por las ordenadas frondas del Campo del Moro y por la majestuosa panorámica de la ciudad que se eleva al otro lado de la Cuesta de San Vicente.
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