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Nacionalismos y supranacionalismo en España

El nacionalismo tiene mala prensa en Madrid y su inmenso alfoz. Ello constituye un triple error, ético, epistemológico y político, de gravísimas consecuencias.La primera equivocación consiste en juzgar al nacionalismo en función de sus formas patológicas, porque la voluntad infungible de ser, en que el nacionalismo consiste, se identifica con el exclusivismo cuando no con la agresión. Sin duda, la conciencia nacional, como la más alta forma de integración política hasta ahora alcanzada, tiene sus riesgos, por la misma razón que la vigilia y la actividad son más peligrosas que el sueño y la pasividad. Pero ni siempre, ni, necesariamente, el nacionalismo ha sido un factor de inestabilidad ni inseguridad, sino todo lo contrario, e,. históricamente, la afirmación nacionalista ha estado íntimamente vinculada a la libertad individual y a la democratización de la vida colectiva. Cuando se hace radical e intransigente, es claro que resulta amenazador, como ocurre con todo, la religión, el arte abstracto o la pasión deportiva.

Segundo, porque, guste o no, este siglo es, y el próximo lo será aun más, el tiempo del nacionalismo, pues vemos su difusión en las cinco partes del mundo configurando las naciones como las únicas realidades sustantivas de nuestra escena mundial.

Hay quien deplora esta nueva floración de nacionalismos y hay quien se alegra de ella e incluso la protagoniza. Pero los grandes fenómenos sociales, como las fuerzas de la naturaleza, tienen una primera e insuperable cualidad: la existencia. Lo demás es secundario y quien pretenda dominar a aquéllos como servirse de éstas ha de sustituir el deseo por el reconocimiento de la realidad.

Pero, ahora y aquí, el más grave error es el tercero. En España, desde fines de la pasada centuria, afloran nacionalismos, al menos en Cataluña y el País Vasco. Y la respuesta que han recibido y reciben es doble y doblemente equivocada. Por una parte, se niega la legitimidad histórica y el valor ético y político del fenómeno nacionalista en sí. Se le tilda de arcaizante cuando es, de suyo, modernizador, y se le tacha de agresivo cuando, al menos en los dos casos citados y por razones sumamente claras, tan sólo puede ser reivindicativo de la propia personalidad. Y en su virtud, se descalifica, no sólo la contribución nacionalista al Estado común, sino el propio sistema de fuerzas políticas, incluidas las no nacionalistas, que, por su diferencia nacional, Cataluña o Euskadi tienen. Pero, simultáneamente, se les ha tratado de oponer un patrioterismo de signo distinto, que no es precisamente, el deseable patriotismo español del que después hablaré, sino una versión muy limitada de la historia y la personalidad española, reducida a una visión, dicho sea de paso no muy exacta, del castellanismo, por no decir del madrileñismo.

Esa actitud ha tenido, y ocasionalmente tiene, connotaciones sublimes, como la de la interpretación pidaliana de España en clave hegemónicamente castellana. Pero, más frecuentemente, ha revestido versiones menos dignas como la de negar, incluso para todos, lo que sólo algunos, en beneficio, por cierto de todos, podían hacer. La crisis de la Restauración está llena de ejemplos de tal actitud.

Hoy día existe, en grandes sectores de la opinión pública y publicada de España, la tentación de insistir en tal actitud, reivindicando de nuestra historia constitucional precisamente ese elemento jacobino, mucho menos fecundo allende que allende los Pirineos. En su virtud, se opone, primero al nacionalismo y después a la nacionalidad catalana y vasca, un nacionalismo pequeño español. Ahora que está de moda la múltiple reclamación de herencias sin atender a su heterogeneidad e incompatibilidad, de Dato a Cambó, de Cánovas a Azaña, debiera tenerse mucho y buen cuidado en no caer en los errores de Silió y Lerroux reelaborados y sumados: la reivindicación anticatalana, dentro y fuera de Cataluña. Porque ambos modelos son extraordinariamente peligrosos para los fines que dicen defender. Ni el lerrouxismo fue útil a los valores de la derecha en Cataluña, ni el castellanismo reactivo ha servido nunca a la verdadera integración española. A la corta, pueden sumarse votos en Madrid, La Mancha e incluso en Barcelona. Pero a más largo plazo, el plazo que el político debiera cuidar, ni los sentimientos así desatados se mantienen bajo control, ni los votos así ganados dejan de ser una hipoteca dificil. de levantar, ni, lo que es igualmente importante; los sentimientos así heridos, más en las bases que en los dirigentes, cicatrizan de la noche a la mañana. Tal vez con eso se ganen unas elecciones, pero se agudizan unos problemas que la integración del Estado exige saber con llevar. Y en responder positiva y constructivamente a esa exigencia está el verdadero españolismo.

Por eso, lo que España necesita y habría que exigir a los políticos, académicos, periodistas y dirigentes sociales es lo más opuesto a la descalificación de los nacionalismos y al paradójico fomento de actitudes reactivas. Lo que España necesita en su conjunto y que es compatible con los nacionalismos, allí donde los haya, es un supranacionalismo, puesto que es una verdadera supranación. Entiendo por supranacionalismo la conciencia y voluntad de estar juntos y hacer cosas en común entre quienes, por imperio de la lengua, la historia y la conciencia de tal, tienen una indiscutible identidad nacional, con todos los derechos que ello supone. Voluntad que no responde a una mera suma accidental, sino a poderosos factores de integración, pasados, presentes y futuros, que hacen del Estado común, no un artilugio técnico, sino un cuerpo vivo en -el que, como tal, no hay centro y margen.

La "España grande", siempre que ha sido grande, no es la gran España de los manuales donde grandeza equivale a unidad y unidad a uniformidad, aun revestida ésta de autonomismo. Es una España plural y polifónica cuya integración ha de ser permanentemente pactada.

Una España confederal en la cultura, autonómica en las instituciones y económicamente integrada, aunque no necesariamente sobre Madrid. Una España, en consecuencia, policrática y asimétrica. Algo tan complicado que, para manejarlo, requiere más que argucias, estereotipos o espíritu geométrico cuando no mecánico. Nada más y nada menos que finura de espíritu.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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