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La enfermedad de Rusia

Hace 10 años, el 11 de marzo de 1985, Mijail Gorbachov, convertido en secretario general del PCUS, el partido-guía de la URSS, llegó a la "cima del Olimpo", según sus propias palabras, Entonces, con un poder prácticamente ilimitado, decidió poner en movimiento la sociedad soviética y poner fin a la guerra fría contra Occidente. El 25 de abril bautizó como perestroika su filosofía de reformas, acogida en un primer momento con escepticismo. Cinco años más tarde, en marzo de 1990, Gorbachov suprimió el artículo 6 de la Constitución sobre el papel dirigente del partido comunista en la sociedad y se hizo elegir presidente de la URSS por el Parlamento. En calidad de tal, firmó con los occidentales los acuerdos sobre la reunificación de Alemania y sobre el desarme, que le valieron el Premio Nobel de la Paz. Sin embargo, en el frente interno, la democratización no aportó los frutos esperados, y Borís Yeltsin, cabalgando en el tigre del descontento, consiguió poner fin a la perestroika, llegando incluso a destruir la URSS para desalojar a su adversario del Kremlin. Desde finales de diciembre de 1991, Gorbachov es un ciudadano ruso corriente, que dirige en Moscú una fundación y una organización ecologista no gubernamental, la Cruz Verde.Pero su popularidad en el mundo sigue siendo tan grande que, ante el aniversario de su ascensión al poder en 1985, Yuri Baturin, tránsfuga del equipo de Gorbachov, convertido en consejero de Yeltsin, declaró que el presidente de Rusia desearía que Gorbachov, "el hombre que cambió el curso de la historia", estuviera presente en la Cámara alta de Moscú como senador vitalicio con derecho a voto. Un bonito gesto que, sin embargo, no corre peligro de tener consecuencias: haría falta reformar la Constitución para que se pudiera llevar a la práctica. Mijail Serguéyevich no se convertirá en senador vitalicio pasado mañana. Por otra parte, ¿acaso él lo desea? ¿No tiene proyectos más ambiciosos? ¿Acaso la caída de la popularidad de Yeltsin no le permite contemplar un regreso al Kremlin?

Para conocer la respuesta se esperaba la presencia de Gorbachov a partir del 9 de marzo en Génova, en un coloquio organizado con la participación de la región de Liguria. Así, una legión de invitados rusos y sovietólogos occidentales acudieron a la capital de la Riviera italiana. Gorbachov, recibido con todos los honores, aclamado por el público italiano, encantado de volver a ver el Palazzo Ducale y otras maravillas de Génova, no fue parco en discursos. Su oposición a Yeltsin, que ya era severa el año pasado, se radicalizó tras la invasión rusa de Chechenia. Sin más rodeos diplomáticos, denunció la pasividad de Occidente ante esta guerra que ya ha provocado decenas de miles de víctimas. Pero, a la vez que defiende elecciones presidenciales anticipadas, Mijaíl Serguéyevich no contempla batirse en esta ocasión con su enemigo del Kremlin. "Pero no por ello me retiro de la política. Que sepan los que me quieren enterrar que todavía tengo un papel que cumplir, y que me encontrarán en su camino". Pero Gorbachov cree que es la hora de dejar sitio a una nueva generación, no comprometida con el pasado y sobre todo más honesta que la que ocupa el poder en la actualidad. Los italianos no fueron los únicos que aplaudieron. Los invitados rusos también lo hicieron, y es ahí donde las cosas empiezan a complicarse.

Además de siete colaboradores de la Fundación Gorbachov, casi todos los demás rusos qué fueron a Génova eran intelectuales del todo Moscú, que, después de haberse beneficiado de la glásnost de Gorbachov, se pasaron con todo el equipo al bando de Borís Yeltsin. Guennadi Búrbulis, principal arquitecto de la destrucción de la URSS y brazo derecho de Yeltsin hasta el año pasado, fue todo sonrisas, e incluso se sentó frecuentemente frente a Gorbachov. Presentó, por encargo, su tesis filosófica sobre el péndulo político, que, según ha descubierto, debe oscilar entre el liberalismo templado y el socialismo moderado, evitando los extremos. No tenía sentimientos tan filosóficos en diciembre de 1991, cuando forzó la puerta del Gabinete de Gorbachov en el Kremlin para instalarse en su lugar, sin dejarle siquiera tiempo para recoger sus cosas.

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La presencia de Búrbulis en este coloquio en honor de Gorbachov, igual que la de Gavril Popov, alcalde dimisionario de Moscú y todavía ayer yeltsinista hasta la médula, tiene algo de surrealista. Pero también es un signo de cambio. De hecho, si se les ha invitado y han venido es a causa de su oposición a la guerra en Chechenia. Porque hasta entonces habían aprobado todas las iniciativas de Yeltsin; en particular, la política económica que llevó a la mayoría, de los rusos por debajo del umbral de la pobreza, la disolución del Sóviet Supremo y el bombardeo de la Casa Blanca moscovita. Pero el pasado 11 de diciembre, después del ataque contra la pequeña república del Cáucaso, dijeron: "No podemos". Serguéi Kovalev, ex disidente y posteriormente consejero de Borís Yeltsin para las cuestiones de derechos humanos, explicó largamente en Génova por qué la guerra de Chechenia le había llevado a cambiar de actitud.

Inmediatamente después de él tomó la palabra Andréi Siniavski. Antiguo prisionero bajo Breznev, es uno de los disidentes históricos más conocidos y no tiene necesidad de morderse la lengua. Remontándose muy atrás, evocó la sumisión de los intelectuales a Stalin, y citó a Gorki, e incluso a Pasternak. Pero recordó que el estalinismo era a la vez una religión y un terror. Por tanto, aquellos hombres tenían excusas porque creían un poco y tenían buenas razones para tener miedo. Pero, ¿qué decir de los que en la actualidad se echan a los brazos de un hombre como Borís Yeltsin cuando no creen en nada y ni siquiera tienen la excusa del miedo? Siniavski relató sus discusiones en Moscú con amigos de toda la vida, que no querían escuchar ninguna crítica a la política ultraliberal de Yegor Gaidar o sus consecuencias, en particular la terrorífica polarización entre los nuevos millonarios y una masa reducida a la desesperación y a menudo a la mendicidad. ¿Cómo unas personas tan cultivadas no comprendieron que el lunes sangriento, el 4 de octubre de 1993, en Moscú, cuando el Parlamento fue destruido a cañonazos, era ya el preludio de la aventura chechena que desaprueban ahora? Dirigiéndose a Serguéi Kovalev, Andréi Siniavski le dijo simplemente: "Aplaudo tu vuelta al seno de los disidentes: ese papel te sienta mejor que ser consejero para derechos humanos de un presidente devorador de hombres".

Fue el único discurso coherente en este coloquio, donde numerosos economistas de renombre, como Grigori YavIinski o Alexéi Gliazev, tomaron la palabra para exhortar a los italianos a invertir en Rusia. Ambos fueron ministros de Borís Yelstin, pero no esperaron a la guerra en Chechenia para separarse de él. Tienen un escaño en la Duma (Parlamento ruso) en las filas de la oposición; pintaron, como siempre, un cuadro alarmante de la crisis de su país, ilustrando sus declaraciones con algunas estadísticas publicadas en el Izvestia el 21 de febrero: El salario medio en Rusia apenas llega al 5% del salario medio de los países desarrollados; la diferencia entre los salarios bajos y altos, que en 1991 era de 1 a 4,5, pasó a ser de 1 a 10 en 1993 y de 1 a 15 en 1994, lo que, según el diario moscovita, ha creado las premisas de una explosión social. Las inversiones han disminuido entre un 75% y un 90% desde 1991, porque el Estado ha abandonado este terreno crucial, mientras que los inversores extranjeros no parecen tener prisa por sustituirlo. En 1994 sólo invirtieron la minucia de 1.000 millones de dólares, principalmente para expulsar a los productores rusos de su mercado nacional. Los productos importados ya representan el 40% (el 60% según otras fuentes) de las ventas al por menor en el conjunto de Rusia. Trastornados en su mercado, los rusos no han podido aprovecharse del de Occidente, y su participación en el comercio internacional ha caído a menos del 1%. Y eso no es todo, ni tampoco es lo peor.

Lo más grave es la criminalización de la economía, controlada en sus tres cuartas partes por la mafia. En Moscú, en San Petersburgo y en algunas capitales del Este se celebran en la actualidad encuentros internacionales de mafiosos de todos los continentes en busca de una estrategia común de blanqueo de dinero. Rusia ofrece en ese campo condiciones mucho mejores que los paraísos fiscales de Occidente. ¿En qué otro país se puede obtener una licencia de exportación para un producto extremadamente caro -el mercurio rojo- firmada por el presidente de la República, en ese momento Borís Yeltsin, cuando el producto sencillamente no existe? Sin embargo, en Moscú se pagaron centenares de millones de dólares "a cambio" de ese producto. Hoy se sabe con toda certeza que el mercurio rojo sólo sirvió para reciclar el dinero sucio de algunos magnates occidentales.

En esas condiciones, ¿cómo se puede invitar a los occidentales a que inviertan en Rusia? "Quien quiera trabajar en nuestro país tiene que saber que la situación allí es inestable y los riesgos son grandes", reconoció Grigori YavIinski, y añadió: "Quien quiera recoger una buena cosecha en otoño tiene que sembrar en primavera, incluso aunque haga mal tiempo, como ocurre en Rusia en la actualidad". Hoy resulta difícil seducir a inversores serios con esas declaraciones. El problema de Rusia es político. El país tiene necesidad de una serie de reglas democráticas, empezando por las que conciernen a Ias fechas de las elecciones y el control de su desarrollo. Porque, paradójicamente, en este coloquio de Génova, 10 años después de la llegada de Gorbachov al poder, casi todos los participantes rusos consideraban en privado que Yeltsin sólo ha prometido convocar las elecciones para obtener los créditos del Fondo Monetario, Internacional, pero que no tiene ninguna intención de someterse al veredicto del escrutinio. "Sólo lo hará si, como hizo Breznev, encuentra el medio de obtener el 99% de los votos", me dijo un profesor de Moscú que le conoce bien por haber trabajado con él. ¿Cuál sería dicho medio? "De momento, no se sabe, pero en Rusia todo es posible". Si así fuera, la década de las transformaciones democráticas, iniciadas por Gorbachov, no habrá curado a Rusia de la enfermedad del autoritarismo.

K. S. Karol es periodista francés especialista en la Europa del Este.

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