Gas letal
EL LUNES, unos sujetos emponzoñaron de muerte el metro de Tokio. Camufladas en paquetes de comida o botes de bebida dejaron seis cargas de gas sarín, 20 veces más mortífero que el cianuro, en otros tantos vagones. A los pocos minutos, apenas 10, los subterráneos se volvieron invivibles. Ocho ciudadanos, por el momento, no han sobrevivido al envenenamiento, y es más que probable que algunas de las 600 personas hospitalizadas sucumban a esta trágica siembra.La literatura terrorista está plagada de cínicas cábalas sobre los frutos políticos de determinados atentados. En este caso, ni tan siquiera cabe este cálculo. Los asesinos de Tokio han practicado el acto terrorista extremo. Carece de explicación y sólo consigue, eso sí, inyectar terror en muchos actos de la vida cotidiana.
Descartada, por inconcebible, cualquier hipótesis sobre la utilidad de esta masacre -nadie puede buscar la adhesión de un pueblo si lo convierte en la primera víctima de sus fechorías-, sólo cabe recurrir a un concepto tan magmático y comodín como la locura criminal.
Sin embargo, el atentado de Tokio abre interrogantes sobre la diligencia policial, resucita la vieja idea de que la industria de la muerte -legitimada por los conflictos bélicos- no es una industria inocua y pone en evidencia la insalvable fragilidad de la sociedad democrática y de las grandes urbes.
En junio de 1994, siete personas fallecieron asfixiadas en la ciudad japonesa de Matsumoto por una suelta asesina de sarín. La policía no resolvió el caso, pero tampoco hizo caso a los expertos que consideraban el suceso de Matsumoto como un cruel ensayo general. Este gas fue desarrollado, aunque no usado, por los alemanes en la II Guerra Mundial. Al margen de su hipotética utilización por parte de alguna dictadura suramericana, sí consta su uso por Irak durante la guerra con Irán. Esta tecnología letal ya existía desde los años cuarenta y sólo faltaba un Gobierno o un grupo de fanáticos sin escrúpulos para usarlo. Y se ha usado.
El atentado de Tokio obligó ayer a las autoridades de algunas grandes ciudades, como Nueva York y la misma Tokio, a tomar medidas preventivas como suprimir las papeleras en el metro o incrementar la vigilancia policial. Unas medidas que jamás podrán garantizar que no vuelve a repetirse esta masacre, esta locura.
Las sociedades democráticas han de convivir con la salvajada, intentar prevenirla y castigarla severamente, pero sería un desastre que, además de esta irreparable sangría de vidas humanas, se inoculara el miedo cotidiano en cada uno de nosotros, un terror que pudiera llevar a conductas que viciaran la convivencia democrática. Ése sería el último triunfo de estos terroristas y criminales.
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