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El rey del 'bakalao'

San Pascual Bailón. El Cielo. Muy señor mío:El que suscribe, Secundino Ribera del Carrizo, de 52 años, viudo, vecino de Madrid, barón de Puntabrava, católico, monárquico, liberal, cínico y agente secreto, se dirige a usted para manifestar lo siguiente:

El mundo fue y será una porquería, ya lo sé, pero a mí me gusta (aunque con reticencias). Siempre he tenido cuerpo de jota, como usted mismo o su compañero San Vito. He sido un pendón desorejado y discreto. Y lo seguiré siendo, Dios mediante, hasta que la muerte nos ampare. En estos momentos, sin embargo, tengo la pierna izquierda escayolada y me desplazo amarrado a unas muletas. He dado en mi vida infinitos malos pasos, retocé por vericuetos cenagosos, brinqué como una cabra, me salté a la torera los escrúpulos, coroné en ocasiones la cima del abismo, Nunca, hasta ahora, tuve la mala pata de escojonciarme el tobillo realizando actividades sonrojantes. El accidente se produjo bailando bakalao en una discoteca de Chamartín (el pudor se me solivianta al evocarlo). Esta circunstancia ha dado pie a torpes interpretaciones por parte de algunos indocumentados. Le juro por mi honor que los hechos acaecieron como paso a relatar a continuación:

En Alcorcón sirven bakalao a la brava los fines de semana; en los garitos de Chamartín, con tomate y a diario. Donde hay tomate, allí me infiltro yo en acto de servicio. Con el fin de investigar a una banda de malhechores, hube de patear noche tras noche las discotecas de la llamada Costa Norte en busca de información. En todos esos bares navega el bakalao perennemente. Como usted presumirá, mis querencias propenden al tango, el vals, el chuchumbé, la mazurca, el pasodoble, la cumbia, el bolerazo, el bayón, la danza del vientre, el merengue, el himno del Madrid, la marcha nupcial (siempre que se la toquen a otro), la tarantela, el corrido, Antonio Gades, el baile de debutantes, la folía y la fuga a la francesa. Mantengo incluso excelentes relaciones con el rock'and roll y los salvajes.

El bakalao, hasta hace poco, me repetía y me daba ardores de estómago. Pero yo soy un camaleón, San Pascual. A la tercera noche, me lancé a la pista en un arrebato de insensatez. Y ocurrió el milagro. En pleno síndrome de Estocolmo, comprobé en mis carnes que el bakalao tiene su punto. Estuve tres horas girando como un derviche asilvestrado, mi mente deliró, se agilizaron mis potencias, hice el indio sin contemplaciones. Me sorprendí al borde del trance místico, dí un salto con visos de levitación y me pegué un batacazo soberano al tomar tierra. Eran exactamente las cuatro y diez de la madrugada. Todo lo sublime tiene un precio: he de permanecer agazapado en las muletas durante toda la Cuaresma. Pero no me importa, señor, porque soy un creyente y gracias al bakalao he descubierto que las merluzas no son buenas, que hacen daño, que dan pena y se acaba por llorar en una ambulancia camino del pabellón de urgencias de La Paz.

No hay mal que por bien no venga. Mis superiores me han apartado de la noche y ahora me infiltro todos los días a la hora del aperitivo en los bares aledaños a los juzgados de la Plaza de Castilla, con mi pata chula y mi melancolía. Allí departo con leguleyos, putas, ex altos cargos, chorizos, maderos de paisano y de uniforme, juezas, chulos, ujieres, buscapleitos, espías, mirones, gacetilleros, cámaras de televisión, rumores y chismorreos. Pero estoy en mi salsa de nuevo, señor Bailón. El bakalao me ha hecho más reflexivo y espiritual, aunque ahora sólo lo bailo al ajoarriero o a la vizcaína. Pero, en cuanto me quiten la escayola, yo vuelvo a Chamartín, porque el bakalao me pone trascendente. Al fin y al cabo, la reiteración machacona de ritmos es la base de la mística y el delirio.

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