Jueces y público
LA JUSTICIA ha adquirido un insólito protagonismo en España en los últimos tiempos. Su labor se ha convertido en permanente fuente de información y algunos de sus representantes gozan de gran popularidad y autoridad social. Y sin embargo, ni aun en estos momentos en que hace demostración práctica de su carácter insustituible en la lucha contra abusos de toda índole, y especialmente contra la corrupción política y económica, la justicia española es capaz de cubrir sus carencias -históricas o presentes, presuntas o reales- a los ojos de los españoles. La mayoría de éstos siguen considerándola ineficaz, arbitraria, incoherente, discriminatoria con los acusados, abusiva en el uso de la prisión preventiva y depositaria de un poder excesivo.Estos datos, que figuran en el Barómetro de Primavera de Demoscopia (cuyos resultados fueron publicados el domingo y el lunes por este periódico), no son una novedad. Responden, en lo sustancial, a las tendencias de opinión sobre la justicia existentes desde hace lustros en la sociedad española. Hay, sin embargo, un dato original, que hace referencia a la coyuntura: pese a todos los defectos que se le achacan, la justicia es vista por una mayoría como la última garantía del Estado democrático en momentos de profunda crisis política.
Esta función tan importante parece tener mayor reconocimiento en abstracto que en la práctica. Cuando se trata de valorar la actuación de los jueces en casos que, de hecho, pueden representar una seria amenaza al funcionamiento de las instituciones democráticas, la mayoría de los españoles sigue sin confiar del todo en la labor de la justicia. El poder judicial ha irrumpido con una fuerza desconocida en casos como los de los GAL, Roldán, Conde, De la Rosa y PSV. Pese a ello, los españoles opinan que no serán resueltos adecuadamente. En el caso concreto de los GAL, vinculado de manera muy personal al juez Garzón, esta dicotomía valorativa es todavía más chocante: los españoles aprueban por muy amplia mayoría la actuación del juez Garzón, al tiempo que desaprueban, también por amplia mayoría, la labor de la justicia en dicho caso, considerándola mala o regular.
Quizá esta valoración ambivalente de la justicia tenga que ver, de un lado, con la opinión negativa que los españoles tienen de su poder, que consideran excesivo e incontrolado, y, de otro, con las circunstancias en que dicho poder se ejerce en la actualidad. En el presente clima de deterioro institucional, el poder de los jueces puede suscitar dos sentimientos encontrados en la opinión pública: de alivio, en cuanto que es el único que puede enfrentarse a los escándalos políticos y corregir las conductas públicas que amenazan el buen funcionamiento de las instituciones del Estado, y de prevención, en cuanto que, en circunstancias de claro debilitamiento del poder político representativo, puede tender a ocupar espacios que no le corresponden en un Estado democrático.
Pero, seguramente, tiene que ver con la ausencia de los más elementales mecanismos de control que los españoles dicen percibir en la actuación de los jueces. El sentimiento de desconfianza de la calle hacia los jueces, constante en las encuestas sociológicas, tiene su origen, en gran medida, en esa sensación de impunidad que se transmite de sus decisiones y actuaciones erróneas, e incluso arbitrarias.
Es cierto que las leyes han ido articulando un sistema de responsabilidad civil y penal de los jueces teóricamente bastante completo. Pero en la práctica viene resultando inoperante a causa de los filtros procesales (fueros personales y tribunales superiores), que actúan como una especie de sobreprotección para todos ellos. Así, el delito de prevaricación ha cobrado una considerable actualidad en este país, pero sólo referido a los políticos. Apenas se ha estrenado en su acepción original, que se refiere a los jueces.
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