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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Otra muerte de Marx

EL PARTIDO Laborista británico, el último de los socialismos democráticos de Occidente que no había renunciado a sus últimos vestigios marxistas, se va a poner al paso de los tiempos; va a sufrir formalmente dentro de unas semanas su Bad Godesberg particular y a convertirse a la socialdemocracia más prístina, una vez eliminada toda herencia del antiguo régimen. La llamada Cláusula IV de los estatutos del partido, aquella que todavía comprometía al laborismo con el socialismo de Estado, va a ser eliminada. Es la última muerte de Carlos Marx.Como el partido social-demócrata alemán hizo en 1959 en el citado suburbio de Bonn, donde abjuró solemnemente del marxismo y de sus pompas nacionalizadoras, el Partido Laborista británico, que dirige Tony Blair, un joven ejecutivo educado en las instituciones de élite del Reino Unido, va a cubrir la última etapa que debería trasformarle en una formación política plenamente competitiva en el mundo post-soviético. El proceso es doloroso, como pudo comprobar el PSOE en 109, en su XXVIII Congreso.

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El laborismo británico acaba con el último vestigio marxista

La Cláusula IV, que proclamaba el compromiso del partido con la consecución del pleno empleo en el contexto de la intervención del Estado sobre la economía y en el control de las fuerzas del mercado por parte de la acción pública, se verá reemplazado por una declaración mucho más genérica en favor de la creación de riqueza y de su distribución con los criterios más igualitarios. El nuevo texto completa una evolución comenzada ya hace unas décadas. Para muchos, la cláusula que ahora muere ha sido factor decisivo para privar al labour de posibilidades de acceso al poder. Desde hace más de 15 años, con Thatcher y Major, los conservadores gobiernan el país y, una vez tras otra, los laboristas se han quedado en el umbral del 10 de Downing St.

La evolución que ahora culmina comenzó ya en los años sesenta, cuando el líder laborista Hugh Gaitskell inició el paulatino alejamiento del doctrinarismo de otros días. Pero el ala izquierdista del partido, fuertemente retrepada en el poder de los sindicatos, defendió siempre de forma encarnizada lo que consideraba unas señas de identidad irrenunciables. En último término, esa tendencia marxistizante sólo defendía una retórica, una partida de bautismo, cuyo único reflejo en la realidad era el poder desmesurado de las Trade Unions sobre un partido que ya era, por efecto de la evolución de la sociedad, plenamente interclasista; aunque, sin duda, no tanto como para hacer posible su victoria en las urnas.

En tanto que los socialismos continentales se iban adecuando a la realidad, como el Partido Socialista francés tras el fracaso del primer Gobierno del presidente Mitterrand en 1981 con cuatro comunistas; como los propios socialismos español y griego, que evolucionaban hacia una visión más sobria de la realidad; como el italiano de Bettino Craxi, tangentopoli aparte, que se despojaba de cualquier cendal de izquierdismo, el laborismo británico parecía apegado indisolublemente a unas cuantas frases.

Ahora, Tony Blair está a punto de conseguirlo. Es el fin de una reliquia que llevaba 77 años inscrita en el frontis de la constitución del partido; la expresión de lo que fueron anhelos, magníficas intenciones, propósitos tan generosos como impracticables. Un 9 de noviembre de 1989, con la caída del muro, sirvió para que nadie pueda llamarse a engaño. Ahora, casi seis años más tarde, la realidad viene a cobrarse una nueva víctima. Pero de ese certificado de defunción nacerá también un nuevo partido social-demócrata europeo. Con menos retórica marxista. Y auténtica vocación de poder.

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