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El encelamiento del jugador

Emilio Lamo de Espinosa

Cuando las situaciones se tuercen no se sabe nunca qué es peor, si confiar en que se enderezará y luchar denonadamente por ello o, por el contrario, lanzar la toalla para minimizar las pérdidas. A favor de lo segundo está la experiencia (con demasiada frecuencia contrastada) de que toda situación, por mala que sea, es capaz de empeorar, pues, al final, todo lo que puede ir mal va mal. A favor de lo primero está la esperanza en un golpe de suerte o la confianza, a veces desmedida e imprudente, en las propias capacidades. Pues también, a veces, las situaciones mejoran.Supongo que el Gobierno y su presidente llevan deshojando esa margarita hace meses, al menos desde el varapalo de las elecciones europeas. Pero lo peor de esas situaciones es que, como el jugador encelado con la mala suerte, cuanto más se pierde, más necesidad hay de seguir jugando para recobrar las pérdidas, con el resultado previsible de que éstas aumenten. De modo que, con no poca frecuencia, el propio intento de remediar la situación la empeora.

En la vida, en el juego, en la actividad empresarial, en la política, hay siempre un momento razonable para abandonar: cuando las pérdidas comienzan a afectar a lo esencial, cuando se está perdiendo, no ya la inversión, sino el capital, cuando el patrimonio está siendo afectado. Entonces la prudencia aconseja aceptar las pérdidas, retirarse y recomponer la situación. Son los momentos más delicados, pues a nadie le gusta perder, de modo que, aquellos que aconsejan al jugador que abandone el tapete pueden parecer asustados derrotistas, o incluso mensajeros del enemigo, mientras que quienes aconsejan seguir, mantenerse y aguantar, aparecen como valerosos y aguerridos cruzados. Y nunca se sabe a priori quién tiene razón.

Todo parece indicar que ese momento está ya detrás de nosotros y lo superamos hace meses. Y quienes votamos ilusionados al PSOE en 1982 y lo apoyamos después, asistimos, no ya entristecidos, sino irritados, al espectáculo lamentable de su hundimiento, al despilfarro de su capital político, a la agudización de su soledad, al enrocamiento numantino de sus líderes, que se han atado al palo mayor, pero, al tiempo, han taponado sus oídos con cera y parecen no ver, no saber, no entender. Y ello es muy malo para todos. Malo para ellos, aunque no quieran creerlo, y malo, muy malo, para los españoles.

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Hace meses solicité un adelanto de las elecciones, pues preveía que el PSOE ya sólo podía perder y, por tanto, se aseguraba la minoría máxima posible. Puede que mi argumento no fuera correcto, pero en todo caso, lo han hecho correcto los muchos errores cometidos desde entonces. Hoy es ya obvio que no hay otra alternativa, y no para beneficio del PP, sino para beneficio del PSOE y de los españoles.

Desde luego, no porque el electorado le dé hoy la mayoría al PP, pues esto es confundir el mercado político con el económico. En aquél debe existir un Ejecutivo estable y, en aras de la gobernabilidad, se ha establecido un mecanismo mixto: el mercado juega cada cuatro años y en el interregno gobierna quien ganó la última vez. De no hacerlo así, estaríamos celebrando elecciones cada vez que el electorado se enfada con su Gobierno. No, pues, por los sondeos, sino por la única razón válida para adelantar elecciones: por el interés general.

En primer lugar, para asegurar la estabilidad del sistema de partidos. La alternancia entre UCD y PSOE se hizo a costa de la destrucción del primero, y ello dejó al PSOE sin oposición durante al menos dos legislaturas y dejó a los españoles sin alternativa durante ese mismo periodo. Pues bien, corremos el riesgo de que la alternancia entre el PSOE y el PP se haga a costa de la destrucción del socialismo. No del PSOE, pues éste, como partido, es incomparablemente más sólido de lo que era UCD. Pero sí la destrucción del PSOE como posibilidad electoral. Y ello es grave por al menos tres razones: porque pone otra vez patas arriba el sistema de partidos diseñando un escenario de oposición IU-PSOE / PP, izquierda-derecha, con sindicatos en pie de guerra, que es el peor horizonte posible; porque nos dejaría a los españoles otra vez sin alternancia durante muchos años, y finalmente, porque condenaría al ostracismo a una nueva generación de políticos; en pocos años, (1975-1982) devoramos dos generaciones: la de los últimos del franquismo y la siguiente de UCID (entremedias hubo otra, la de la transición propiamente, también desaparecida). ¿Podemos permitirnos el lujo de destruir una tercera, la socialista?

Por supuesto, adelantar las elecciones es, no ya lo mejor, pero sí lo menos malo para el PSOE, pues el riesgo de fracaso en las próximas municipales y autonómicas (que, una vez más, son un test de credibilidad del Gobierno), es casi una certeza, y ese fracaso le obligará, a rastras, a convocar las generales para enero de 1996 (tras la presidencia española de la UE), que perderá dramáticamente. Ya se está viendo que la recuperación económica no eleva el debilitado techo potencial de voto socialista, sino más bien al contrario. Pero, además, estamos en el umbral del hundimiento del suelo del PSOE, sin duda sólido, pero atacado a diario, no por el PP, pero sí por Izquierda Unida. Pues si el PP trabaja sobre los votos de los renovadores, IU lo hace sobre los guerristas, de modo que la división de hace un año ha dejado las huestes preparadas para la emigración. El PP ha bajado el techo electoral del PSOE; FU está minando su suelo. Y no olvidemos que tradicionalmente el PSOE ha estado debilitando a IU en virtud del voto útil, lo que es dudoso que vuelva a ocurrir. Todo hace sospechar que el PSOE hace meses que perdió las próximas elecciones y ya sólo puede salvar lo que se puede salvar: un grupo parlamentario razonable que actúe como oposición firme, evitando un hundimiento a la francesa que aseguraría mayorías absolutas al PP por dos o quizá tres legislaturas. Hace meses, la alternativa era irse con honor y un grupo parlamentario fuerte. Hoy, la alternativa pasa por salvar el honor que pueda quedar, pero, sobre todo, salvar algo más importante: la estabilidad de una de sus más importantes instituciones políticas, el partido socialista. Pues actualmente el. riesgo real es una alternativa a la italiana, que ya asoma con fuerza por el horizonte.

Es también la mejor para el PP, no por las razones obvias de que ello le llevará a ganar, sino porque ello le llevará a ganar, pero no tanto. Los estrategas del PP saben bien que, cuanto más se prolongue la agonía, mejor para ellos, pues mayores son las probabilidades de que la doble sangría del PSOE les asegure la mayoría, incluso la absoluta. Es más, incluso por razones de renovación demográfica del cuerpo electoral, el tiempo juega en contra del PSOE y a favor de IU y PP. Pero por eso justamente sería muy pernicioso para el PP (y España) que ganara por mayoría absoluta. Pues el PP dista de estar maduro como partido; mientras la élite directora de Génova se ha centrado, sus cuadros provinciales y parte de su electorado están en la derecha-derecha, lo que le impide articular un mensaje coherente. Una mayoría absoluta ahora confirmaría ese posicionamiento político y abortaría la formación de un centro-derecha liberal, cosa que parece Aznar desea hacer, pero que haría con mayor firmeza si es obligado a ello por un electorado a la expectativa, que le obligue a buscar el voto centrista para asegurarse la mayoría absoluta en las siguientes.

Finalmente, es bueno para España porque sólo así se calmará la política y podremos abordar con serenidad la recuperación económica. Como ocurre frecuentemente, el sentido común invierte la causalidad de los procesos. No son los escándalos políticos o económicos lo que está hundiendo al Gobierno; es la debilidad del Gobierno lo que transforma la corrupción en escándalo. Pues para que la corrupción se transforme en alarma social es imprescindible que la autoridad carezca de respuesta convincente, es decir, creíble. Un Gobierno fuerte (como el de los años 1982 a 1993) hubiera podido contener los escándalos dándoles salidas políticas y evitando así su judicialización. Es cierto que no lo hizo y su insistencia en obviar la responsabilidad política ha anulado el Parlamento y politizado la justicia. Entonces pudo haberlo hecho. Hoy ya no, y por esa misma razón los escándalos (no ya la corrupción) van a continuar sin fin, es decir, hasta el fin de la legislatura, pues cada uno alimenta el siguiente y cada pacto no cumplido alimenta la publicación de otro dossier que lleva a otros a la justicia, otros que declararán tan pronto se sientan abandonados, en un perverso juego inverso de la pirámide.

Si la Constitución prevé el mecanismo de adelanto electoral es para utilizarlo. ¿Cuándo? Sin duda, cuando el Gobierno no puede gobernar, cuando no hay Gobierno de hecho aunque sí de derecho, en resumen, cuando el Gobierno no es capaz de aglutinar fuerzas suficientes para gobernar. Por las razones que sean. Pues bien, ésa es la situación en que nos encontramos hace ya más de siete meses: con un Gobierno que no consigue levantar cabeza y recuperar la iniciativa. De modo que si no son éstas las circunstancias apropiadas para utilizar ese mecanismo constitucional, sería bueno que alguien nos aclarara para cuándo está previsto.

Comprendo que es pedir mucho del PSOE que renuncie al poder en medio de este terrible ruido y cuando aún le queda media legislatura. Pero debe de meditar seriamente, no sólo que los partidos son patrimonio de la nación y tanto o más que de sus militantes, sino, sobre todo, que, en la situación actual, cada mes ganado ahora puede ser un año perdido más adelante. El abrazo del PNV y CiU en este momento, temerosos de otra mayoría, puede ser mortal.

Estoy convencido de que, tan pronto se anuncie el día de las elecciones, la política retomará su vigor y dejará de hacerse en los juzgados, las salas de redacción o los terminales de los brokers internacionales.

Emilio Lamo de Espinosa es catedrático de Sociología.

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