Obligatoriamente dignos
Escuché decir a Elena Vázquez, consejera de Integración Social de la Comunidad de Madrid, en un programa de televisión, que los inmigrantes -legales, se supone- que trabajen aquí han de tener "obligatoriamente viviendas dignas", o quizá dijera "viviendas obligatoriamente dignas", no estoy seguro, pero quedaba claro lo de la dignidad obligatoria en la vivienda, porque la consejera hacía su comentario sobre un fondo de indignas y combustibles infraviviendas donde -esto no quedaba tan claro- debían residir por mero gusto, quizá por vicio, algunos inmigrantes asilvestrados.Los inmigrantes ilegales están exentos de estas obligaciones, ellos no han de tener ni vivienda, ni asiento, ni trabajo de ninguna clase. Durante su estancia entre nosotros, y a poco que se descuiden, irán a vivir de forma indigna, aunque gratuita, a cuenta del Estado, en indignos centros de reclusión como el de Moratalaz, quizá para que se vayan reacostumbrando al hacinamiento que les espera cuando sean devueltos a sus países de origen.
Lo que no explican ni consejeras, ni concejales, ni funcionarios, ni nadie es cómo puede cumplir con la obligación de tener una vivienda digna alguien que probablemente tiene un salario indigno, y un contrato indignante, en una ciudad y en una comunidad en las que las viviendas alcanzan precios que provocan la indignación general, tanto de inmigrantes como de aborígenes.
Además, el inmigrante africano, iberoamericano o asiático, encontrará la dificultad añadida de tropezarse con caseros xenófobos que tratarán de disfrazar su actitud con las más manidas coartadas del repertorio racista: sexo, droga y música étnica hasta las tantas de la madrugada. En tales condiciones, acceder a una vivienda obligatoriamente digna no parece moco de pavo ni baba de concejal.
El Ayuntamiento hace mucho tiempo que arrojó la toalla, si es que alguna vez la tuvo en sus manos, en estos temas. Ni los inmigrantes, ni los gitanos, ni los marginados suelen ir a votar. Y si lo hicieran, no es presumible que depositaran sus papeletas en las urnas de un alcalde que no ha demostrado ninguna sensibilidad hacia sus problemas, que ha tomado partido, desde el primer momento, por los otros, por los ciudadanos de orden que protestan por tener que convivir, en sus barrios, en sus casas y en sus calles, que son muy suyas, con miembros de estos colectivos, a veces escandalosamente pobres y encima muy llamativos.
Realojar con dignidad a los sin techo, foráneos o autóctonos, sin grandes dispendios, no debería ser difícil en una ciudad en la que existen miles de pisos vacíos y cientos de edificios nuevecitos esperando a ser ocupados por presuntos oficinistas de hipotéticas empresas y futuribles industrias que aún están por constituirse y que nadie parece tener mucho interés por construir. La auténtica muralla de Madrid está formada por una fantasmal legión de edificios inteligentes que desperdician su inteligencia en vano al borde de las autopistas de circunvalación y en los márgenes de las principales carreteras de salida. Muchos de estos baluartes de hormigón y cristal están separados por una firme cerca, y por muy pocos metros, de aduares y campamentos, asentamientos inestables y perecederos cuyas chabolas, tiendas y barracas se reflejan sobre las pulidas fachadas de las deshabitadas fortalezas, torres y cubos, pirámides truncadas consagradas al culto de los indiferentes dioses del mercado.
La actitud de los constructores de estos mausoleos inteligentes me recuerda al culto del cargo, practicado por algunas tribus polinésicas que construyen falsos aviones de madera en los claros de la selva para atraer, por magia simpática, a legítimos aviones cargados de fantásticos regalos, tales como televisores en color, vídeos y electrodomésticos. Aquí, los constructores de mausoleos siguen esperando que les lluevan del cielo los dones de los bwanas multinacionales, y rezan para que caigan de las nubes inversores para caidistas, o aterricen con sus helicópteros los magna tes de la industria y el comercio, atraídos por la brillantez de sus templos en forma de pagoda o de monolito. Pero, o no han rezado lo bastante, o su holocausto no ha sido del agrado de los dioses.
Mientras, en los edificios abandonados y arruinados de la vieja ciudad, la policía, alertada por vigilantes ciudadanos y despachada por celosos munícipes, ensaya fastuosos despliegues tácticos para desokupar a insumisos y rebeldes inkilinos que se atrevieron a desafiar el sacrosanto principio de la propiedad inmobiliaria al poner en uso edificios desechados y vacíos como centros lúdicos y culturales o como simple refugio para dormir a cubierto.
Mientras, a lo largo y a lo ancho de la ciudad, van abriendo sus fauces los agujeros negros de aparcamientos, también cargo, que esperan atraer a sus entrañas, más magia simpática, a los automovilistas reacios que se resisten a su llamada y prefieren depositar su vehículo bajo cualquier señal de prohibición o montado en la acera antes que desembolsar una pasta gansa por una concesión temporal de plaza. Quizá si, aparte de obligarles a tener un vivienda digna, se obligara a los inmigrantes legales a tener un coche obligatoriamente digno y un aparcamiento a nivel de su dignidad, podría solucionarse parcial mente el problema. Si no, cabe alquilarlos como catacumbas para sectas y minorías perseguidas o discotecas del más puro underground.
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