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Otra mirada sobre la política

Tal vez ha llegado el momento de reflexionar desde la óptica del pensamiento feminista sobre el fenómeno del descrédito político que deriva de unas prácticas poco adaptadas a las grandes transformaciones sociales de los últimos tiempos y, sobre todo, de aquellas prácticas que han degenerado en conductas corruptas.Algunas prestigiosas mujeres nos han hablado de ética, de las tan necesarias virtudes públicas; otras han tratado muy a fondo la cuestión de la política en tanto que lugar donde se expresa, en toda su plenitud, el modelo patriarcal que subyace a nuestra organización social. Son voces escasas, suelen producirse de forma individual y desde enfoques prioritariamente académicos. Faltan otras voces y otras miradas que intenten incidir abiertamente, aunque sea de forma lenta, en la tan necesaria renovación de la vida pública, de la actividad política.

No quiero pensar que el feminismo, en tanto que tal, no tenga nada que decir en lo que atañe a los asuntos colectivos. Que no tiene nada que añadir, contraponer, matizar o debatir entre tantas voces que, con más o menos acierto y desde diversos ámbitos, intentan echar un poco de luz sobre la oscura situación actual. Tampoco quiero pensar que se trata de un rechazo. Tal vez sea excesivamente dificil afrontar, con un pensamiento y una acción poco entrenados a tratar con los asuntos públicos, problemas de tal gravedad y prefiera guardar un silencio desconcertado, como el de muchos otros colectivos que enmudecen ante tanta vociferación inútil. Tal vez no haya dado tiempo a madurar una respuesta propia.

Pero, en todo caso, el feminismo debería trabajar para construir su discurso, para llegar a pronunciarse. En medio de grandes dificultades, la actividad de muchos grupos feministas y el discurso más reciente promueven un largo tránsito que conduce de la reivindicación a la propuesta, de la exigencia de igualdad a la voluntad de incidir en lo colectivo. Quiere tener rostro y voz ante y en los asuntos del poder. Y en parte lo está consiguiendo. Ha logrado que se cuente con la participación de algunas mujeres en puestos de decisión y en lugares que implican un fuerte compromiso con los asuntos públicos. Pero esto no es suficiente. Porque, más allá del ejercicio del derecho a la igualdad, debe servir para que las mujeres puedan expresar de forma más clara y directa, desde estos puestos, desde miles de otros y desde sus propias casas, qué tipo de mundo desean construir con su actividad, que es cada día mayor, qué tipo de organización social quieren, cómo debe utilizarse el tiempo y cuáles, por tanto, deberían ser las prioridades políticas. Pero también debe servir para decir cómo. Cómo hacer política, cómo actuar para que los medios que se utilicen para el qué lo prefiguren, para que las organizaciones y sus formas de funcionar resulten más democráticas y vivas, y sean, por esta misma razón, más capaces de ser en ellas mismas más justas y éticas, y por ello canalizar mejor las demandas de los ciudadanos' y responder de forma más adecuada.

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No tanto el objeto general de la política, sino sus contenidos concretos y el cómo hacer para que se cumplan, es lo que está en cuestión. Por eso, en estos momentos de malestar habría que intentar decir y hacer algo en tanto que mujeres feministas que se sienten comprometidas con los asuntos colectivos. Es de pura lógica: si las mujeres aspiran a compartir el poder, deben decir qué hay que hacer con él y cómo debe manejarse. Sólo de esta forma puede el feminismo sellar claramente su compromiso con la cosa pública, que es la de todos. El feminismo debe hablar de corrupción, de fundamentalismos, de la guerra y de la paz, de economía, desarrollo y ecología. Debe pasar de la legítima exigencia a compartir, a utilizar su derecho para diseñar el mundo que quiere para todos.

Hacerlo es una necesidad del conjunto de la sociedad. Porque esta mitad de la población que durante siglos ha permanecido al margen de las decisiones colectivas, de la gestión del poder público, puede cuestionar con más facilidad ciertas prácticas heredadas de una larga historia de monopolio masculino y de una cultura totalmente androcéntrica. Cultura que halla su máxima expresión en la milicia y en la política. La larga historia de la diferencia (en realidad, exclusión-dominio) ha dotado a las mujeres de la posibilidad, digo posibilidad, de ver lo político con una mirada nueva, una mirada otra, que responda a otras vivencias, y hacerlo con unos ojos menos habituados y sometidos al claroscuro de las transacciones permanentes y de los medios injustos para fines justos. Es tan sólo una posibilidad. El mero hecho de ser mujer no garantiza la praxis y el pensamiento renovado. Éste sólo se construye con mucho trabajo, mucho diálogo, debate y valentía. Y con mucha fidelidad a lo específico de la historia de la mujer respetado como algo valioso que aportar a la historia colectiva.

Si el feminismo llega a plantearse como cosa propia la tan ardua cuestión de la ética y la política, puede incorporar elementos nuevos. Se me ocurre, y es tan sólo un ejemplo, que tal vez el concepto de ética, que parece sólo aplicarse a cuestiones económicas, pueda ser aplicado a otros ámbitos del quehacer colectivo. Tal vez hay que reconsiderar la calidad y la bondad de las conductas y formas de relación individuales y grupales que se producen como resultado de una cultura política tan arraigada como inhóspita. Una cultura que, fruto de una larga tradición misógina en el uso del poder, comparten todos los partidos políticos y que lleva a exacerbar al gunos rasgos de la condición humana, especialmente dañinos para el buen funcionamiento interno, para el trabajo y el bienestar de las personas. Se olvida fácilmente que la política se hace con personas y para las personas. Y que existe una ética también para las relaciones personales y grupales. Habría que reflexionar sobre cuestiones como la veracidad, la utilización de las personas, la transparencia y el respeto a las reglas. Y evitar las agresiones inútiles, las rivalidades mal resueltas que obstaculizan el trabajo. La ética política debería contemplar también estas cuestiones. La vida de los grupos políticos debería constituir la primera escuela de juego limpio, de respeto a las opiniones distintas y a las de la mayoría expresada libremente, de respeto a la palabra veraz, al valor del trabajo, a la solidaridad aplicada a la vida cotidiana. En definitiva, el respeto profundo a los valores que se defienden en los idearios y en los programas. Para ello no existe mejor instrumento que el de profundizar en la democracia interna mediante reglas y normas, por una parte; y, por otra, mediante la transformación de esta cultura que llega a ser como el aire que se respira y que habrá que oxigenar con savia nueva.

El feminismo debe y puede entrar a analizar todas estas cuestiones de la misma manera y con el mismo empeño con que lucha por conseguir su presencia en los lugares donde se decide lo colectivo, que es también personal. Su compromiso con la ética política y con otras formas de hacerla debe ser claro. Y eso será bueno para todos. Dispone de un caudal de virtudes adquiridas en la larga y oscura historia de su relegación al mundo de lo privado y debe atreverse a exponer este caudal a la luz pública. Algunos ejemplos tenemos de la irrupción de valores femeninos en el corazón de la violencia. Las mujeres serbias que se manifiestan, vestidas de negro, en Belgrado hablan como mujeres que no se conforman con lo que pretende ser algo ineluctable. Las mujeres árabes e israelíes, que en el corazón de los conflictos tejieron lazos fraternales, expresaron su rechazo a unos determinados valores y a unas determinadas formas de querer aplicarlos. Y otros muchos ejemplos nos muestran un camino que, con evidentes diferencias, deberíamos intentar seguir. Una nueva mirada sobre algunas cuestiones que se dan por sentadas en la vida política no puede hacer más que favorecer la democratización interna de las organizaciones, una mayor flexibilidad y comunicación y una mayor apertura a lo diferente, a lo otro, a lo distinto del discurso político imperante que tanto descorazona a los ciudadanos de buena fe.

Todo discurso fiable es el resultado de un largo trabajo de debate y análisis de la experiencia. El feminismo debe ponerse a trabajar y sellar con ello su compromiso con la cosa pública. Y debe hacerlo de la mano de todos aquellos que comparten su inquietud para dignificar la vida política. Debe hacerlo desde su especificidad y desde la legitimidad que le otorga su propia historia de luchas pacíficas, no violentas: la lucha de unas víctimas que están dejando de serlo.

María Dolors Renau i Manén es ex diputada al Congreso y jefa del Gabinete de Integración Europea de la Diputación de Barcelona.

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