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La guerra del aluminio

La política rusa parece haber dado un gran salto atrás, por lo menos de 15 o 20 años. El comportamiento de Borís Yeltsin es tan desconcertante como lo fue antes el de Leonid Bréznev. Ambos, con sólo unos años de diferencia, resultan igual de penosos cuando descienden del avión, con la mirada perdida, sostenidos por el brazo por sus ayudantes. Su forma de hablar, que desafía todas las reglas de la lengua rusa, es también la misma. Se ha olvidado que Leonid Bréznev fue el hombre de la distensión, amigo de Willy Brandt y de Richard Nixon y cosignatario de los acuerdos de Helsinki, que sorprendió al mundo entero al invadir Afganistán un día de invierno de 1979. ¿Fue él quien tomó una decisión tan arriesgada, que violaba sus profesiones de fe pacíficas? ¿O fueron sus mariscales y los doctrinarios de su entorno quienes, aprovechándose de su enfermedad, le obligaron? Las mismas preguntas se plantean acerca del otro amigo de Occidente, Borís Yeltsin, desde que desencadenó, el 11 de diciembre, la tremendamente sangrienta guerra en Chechenia.A sus partidarios en Occidente, que durante el golpe militar contra el Parlamento en 1993 le aplaudieron como "el primer presidente democráticamente elegido en Rusia", les cuesta creer que pueda comportarse en el Cáucaso como un zar sanguinario. Piensan que alguien, aprovechándose de su ausencia a causa de una operación benigna de nariz, ha debido hacer algo irreparable que le ha arrastrado al engranaje de Chechenia. Sin embargo, el presidente quiso espontáneamente asumir sus responsabilidades: "Estoy todos los días en mi puesto, todos los días", repitió, y añadió: "El Ejército sólo ejecuta mis órdenes". Esta aclaración, impensable en un país normal, fue inmediatamente desmentida por los militares, que, como se podía ver, no tenían en cuenta sobre el terreno las órdenes presidenciales. Como para mantener más el misterio.

Los kremlinólogos vuelven a estar ocupados, y no sólo en Occidente. En Moscú -y esto es una novedad- no dejan de surgir hipótesis, por un lado, sobre la salud del presidente, relacionadas con su alcoholismo crónico, y, por otro, sobre el papel que desempeñan en estas condiciones sus amigos los generales Koriakov y Barsukov, o su favorito, el viceprimer ministro Oleg Soskoviets, quienes, supuestamente, serían los verdaderos promotores de la aventura chechena.

Se publican encuestas sobre la enorme impopularidad de esta guerra (un 72% de la opinión pública está en contra), se explica que es mucho más mortífera que la de Afganistán: en un mes, el Ejército perdió allí más hombres que en los cinco años que duró la otra guerra. Es sabido lo mal que la han dirigido los generales de la escuela brezneviana y que los militares más cualificados se han opuesto a ella. Pero nada de eso impresiona ni a Borís Yeltsin ni al que, al parecer, maneja los hilos en el Kremlin. El presentador más popular de la televisión rusa, Evgueni Kiseliev, lo resumió en una frase: "La guerra demuestra que al Kremlin no le importa la opinión pública y que no paga el mismo precio que paga ésta. Como en tiempos de Bréznev".

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Hace unos días, cuando, según los comunicados oficiales, la capital chechena ya había sido tomada, Yojar Dudáyev recibía en Grozni, destruida en sus tres cuartas partes, a Konstantín Borovoi, fundador de la primera Bolsa de Moscú. Dieron un paseo por las callejuelas de la capital, como si no hubiera pasado nada. Muy sereno, Dudáyev explicaba que por cada 1.000 combatientes rusos él sólo tenía 17, pero que los suyos, al estar motivados y bien dirigidos, habían infligido numerosas pérdidas al enemigo. Decidido a continuar la guerra en las montañas, cree que los países escandinavos y bálticos reconocerán el derecho de Chechenia a la independencia. En esto confunde sus deseos con la realidad, es un buen general -Borovoi afirma que tenía que estar excepcionalmente dotado para alcanzar esa graduación siendo checheno-, pero no es un buen conocedor de la escena mundial. Obliga a los suyos a recopilar, arriesgando sus vidas, los datos sobre los abusos cometidos por el Ejército ruso contra la población civil, para enviarlos a los occidentales, con la esperanza -¡qué ingenuo!- de que éstos le pedirían cuentas a su amigo demócrata Yeltsin.

Un solo hecho relatado por Konstantín Borovoi basta para describir el comportamiento del Ejército de ocupación; en la estación de Grozni vio un tren abarrotado de barajlo -los artículos, domésticos propios de un país, pobre- que partía hacia Moscú. Interrogado acerca de esos trofeos miserables, un funcionario, de alto rango le dijo: "Qué otra, cosa quiere que hagamos en un país donde incluso un general cobra sólo 700.000 rublos (algo más de 20.000 pesetas) al mes".

Sin embargo, según muchos analistas del bando ruso, no se trata de una guerra por la patria, sino por el dinero, o, en palabras de Literaturnaya Gazeta, "por la mafia". En estos tres últimos años, Chechenia, que se mantenía en la zona del rublo, era una zona franca, un paraíso para los negocios. Los mafiosos rusos lanzaron desde Grozni su OPA, que tuvo un éxito total, sobre la industria siberiana del aluminio, antes de vender una parte de las acciones a dos empresas extranjeras, la Trans-CIS Commodities Ltd. y la Trans World Metal Ltd., una con sede en Montecarlo y otra en Londres.

El pasado otoño, alguien en Moscú se dio cuenta de que el comprador original había pagado con vales y avisos falsificados -en resumidas cuentas, con dinero falso- y que, además, no era normal ceder a los extranjeros una industria tan importante. El primer ministro Chernomirdin solicitó a una comisión del más alto nivel que le remitiera un informe lo antes posible. El nuevo ministro de Privatizaciones, Vladímir Polevanov, declaró inmediatamente que planeaba volver a nacionalizar el sector del aluminio, de indiscutible importancia estratégica y que ocupa el segundo lugar en las exportaciones rusas, tras los hidrocarburos. Esta declaración provocó mayor clamor en la prensa económica occidental que los bárbaros bombardeos de Grozni.

Para The Economist o The Wall Street Journal, hablar de una renacionalización era romper un tabú y ultrajaba al Fondo Monetario Internacional y a la propia idea del dios mercado. Así que Polevanov fue destituido, sin siquiera poder dar explicaciones. Pero el caso es que los primeros objetivos bombardeados en Grozni -y con precisión- fueron el Banco Nacional y el Ministerio de Finanzas de Chechenia. Izvestia afirma que los investigadores de Chernomirdin no encontrarán ya nunca los documentos relativos a "la gran guerra del aluminio siberiano".

De creer a algunos, la invasión de Chechenia se lanzó precipitadamente en. pleno invierno, sin preparación, precisamente con el fin de destruir esos documentos comprometedores para la mafia. En Moscú ha habido muchas recriminaciones en relación con las armas dejadas en Grozni en 1991 por el Ejército ruso. Gracias a ese arsenal, se dijo, Dudáyev pudo plantar cara a las tropas invasoras. Pero, en la actualidad, los oficiales superiores rusos afirman a la prensa que los chechenos utilizaban sobre todo armas automáticas AKMS, ultramodernas, fabricadas en 1994 en Tula e Ijevsk, y que de momento resultan demasiado caras para el Ejército ruso. Ya se sabe que la guerra es un buen negocio para los comerciantes de armas, y los de Rusia venderían a su madre por un puñado de dólares, incluso a los caucasianos.

Sin embargo, la guerra es ruinosa para un país sin aliento como Rusia. Las previsiones presupuestarias de su Gobierno cambian tanto y son tan poco fiables que la Administración del presidente ha creado su propia empresa petrolífera, Rostoplivo, para ganar dólares y ponerse a salvo de las sorpresas presupuestarias negativas. Esto también recuerda a Leonid Bréznev, que, con la ayuda de su Comité Central, disponía de una "economía privada" mientras la del país iba a la deriva. Sabemos a, lo que llevó aquello. Pero la historia, afortunadamente, no se repite, y esta vez todavía puede tomar otro rumbo que el que tomó al final del reinado del que fuera secretario general del PCUS.

K. S. Karol es periodista francés especializado en cuestiones del Este.

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