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La anécdota y la categoría

La anécdota se ha impuesto sobre la cuestión de fondo que era el debate parlamentario. El desplante de Pérez Mariño ha diluido la oportunidad y la importancia del debate sobre el estado de la nación para la reconducción del actual atasco político. Ahora hay un nuevo atasco con otra causa. Si hace unas semanas se desató la incontinencia periodística a propósito de los GAL, en estos momentos el apaga y vámonos del diputado juez es lo que reclama toda la atención de los medios. Primera conclusión: ya no es posible hacer nada que no sea responder al escándalo de cada día. (Ni los hechos importan, sino en la superficie más trivialmente noticiable: no qué se habla, sino en qué restaurante). Cualquier imprevisto con morbo acaba, en un instante, con la voluntad del Ejecutivo y de los políticos en general de ponerse a trabajar en serio. Voluntad que, por otra parte, existe, puedo dar fe de ello.A esta primera conclusión se añade otra. La anécdota en cuestión remite casi inevitablemente a la reflexión sobre la categoría del independiente y su papel en una democracia basada en el sistema de partidos. Nuestra democracia no está aún normalizada. Ninguna democracia lo está, puesto que no existe la democracia perfecta. Pero la obligación de las democracias es ir limando imperfecciones. La inclusión de independientes en las listas electorales tuvo, si no me equivoco ni peco de ingenua, esa saludable intención. No sólo fue un, golpe de inteligencia y buena estrategia de González, sino una muestra del propósito de renovar a un partido sumido -como todos: todos- en la endogamia. El riesgo estaba implícito: riesgo a tener que cambiar maneras de hacer viciosas, poco abiertas y, en definitiva, poco democráticas. Con ello no entro ni salgo en juzgar los modales de Pérez Mariño. Apuesto sin reservas por una democracia que siga teniendo disidentes comprometidos en las filas de sus partidos. Pero digo: disidentes comprometidos, los dos términos son importantes y pueden ser coherentes. Lo que implica que no sólo se preserve la posible disparidad del independiente, sino la vinculación al grupo. No es imposible decir que no y mantenerse fiel, sin embargo, a un modo de proceder que marcan las reglas del juego.

La independencia y el compromiso no son términos excluyentes. Sí lo son, en cambio, independencia y disciplina. La disciplina es la forma más simple de expresar la lealtad al grupo. Simple y peligrosa porque lleva a los partidos a formas sectarias: rigidez, inflexibilidad, obediencia a consignas. Si hay que ser disciplinado, finalmente importa poco que se discutan las cosas: es más rápido y eficaz recoger propuestas y aceptarlas sin pestañear. Ahora bien, ni los militanes inteligentes ni los electores perspicaces tragan sectarismo sin más. El intento de corregir los errores con sectarismo y cerrazón ha sido una de las causas mayores del descrédito que la política se ha ganado a pulso.

El sectarismo, además, repercute en el deficiente funcionamiento del Parlamento al reflejar en el ¿debate? parlamentario la intransigencia de los grupos. Tanto si la mayoría es absoluta como si no lo es, la cohesión del grupo -la disciplina de voto- es la condición necesaria para ganar votaciones. Ergo, ganar votaciones y no otra cosa es el objetivo de los grupos parlamentarios. Grave error. ¿Qué le importa a la gente que se ganen más o menos votaciones -puros números- si lo que se vota apenas trasciende, no porque no se explique bien, sino porque se percibe como el resultado de una rutina más? Son contadas las ocasiones en las que la votación va precedida de una discusión -intra e intergrupal-, no crispada y espuria, sino viva, interesante y enriquecedora para todos. Sé que es utópico, pero entre esa utopía y el dar por su puesto que lo que dice el otro está siempre equivocado, mientras lo que uno propone siempre es indiscutible, hay matices. Sólo el Senado, escenario más apto para el sosiego, consigue no deslizarse, a veces, por esa pendiente.

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Por otra parte, el temor a que los diputados o senadores, se aparten del redil, ¿tiene tanto fundamento? Por lo que se me alcanza de mi experiencia -corta, pero intensa como ninguna en problemas y crisis-, los motivos de discrepancia real, los ternas que hayan podido provocar el, rechazo de alguno o algunos con respecto a la posición del grupo, pueden contarse con los dedos de una mano. ¿Tan terrible es, en esos casos, confiar en la responsabilidad de cada cual, dejar que sean los individuos los que opinen y no el colectivo como si. de un solo hombre se tratara? ¿Tan terrible es perder una votación y mostrar a la opinión pública que sus señorías piensan, además, de estar de acuerdo? ¿No debería ser también él- Parlamento un lugar de creación y formación de opinión?

En el fondo de todo esto hay una concepción muy estrecha y mediocre de la política. A fin de cuentas, basta aprender la técnica de eso que se llama ser "buen parlamentario": echar dardos más hirientes que los del adversario. No importa tanto estudiarse bien las cuestiones, pensar sobre ellas, hablar con la gente afectada por esta ley o aquella proposición. Y eso ocurre especialmente cuando, a raíz de las crisis, o de las anécdotas, la lucha política se queda en lucha por el poder: por mantenerlo o por arrebatarlo. Entonces, los contenidos ya no importan nada. El grupo del partido en el poder cierra filas y se apiña en torno al Ejecutivo. La oposición carga más las pilas, de su voluntad ciegamente destructiva. Una se pregunta cómo es posible que nunca ni a propósito de nada el PSOE y el PP puedan llegar a un acuerdo: ni una enmienda ni una moción que merezca el consenso de ambos. Noes de extrañar que al independiente que aterriza en la política parlamentaria esta forma de actuar le produzca, cuando menos, asombro. Porque tiende a ser jerárquica y autoritaria. Lo que es peor: no es real, parece un juego. Un juego donde la disciplina es una de las reglas intocables. Pero insisto: la disciplina no debe ser lo mismo que el compromiso con unas ideas o con un programa. Al contrario, la disciplina es el sucedáneo del compromiso cuando ya nadie sabe cuáles son las ideas defendibles ni las prioridades programáticas., Y sabemos, porque no les preocupa ni ocultarlo, que el PP carece de ideas y de programa. Pero el PSOE no debe dar la misma imagen. Y al electorado le gustaría que demostrara su voluntad de ejecutar el programa, en lugar de quedarse enredado en los obstáculos que no cesan. El socialismo no es ni podemos permitir que sea un proyecto vacío, como sí puede permitírselo el liberalismo.

Ningún teórico de la democracia, desde Platón hasta Popper, pasando por Tocqueville o Stuart Mill, se ha entusiasmado con un régimen que, por definición, es imperfecto. Lo es por que no hay "sabios" ni "mejores" en posesión de la verdad. La aristocracia -supuesto gobierno de los mejores- funciona aún peor. Aceptar la democracia es resignarse a que las de cisiones políticas sean opinables. Por eso es saludable para la de mocracia que haya independientes. Comprometidos, pero discrepantes si se tercia. Con el riesgo inevitable que supone el que la medida del compromiso no puede ser objetiva. A diferencia de los militantes, el independiente se debe de otra forma a sus electores. Éstos le eligen para que haga de independiente y no de sumiso. No digo que la fórmula del independiente sea la única ni la mejor para abrir la democracia a la renovación. Pero sí digo que esa apertura es necesaria. Creo, además y a pe sar de todo, que siempre estará más dispuesta a la apertura la izquierda socialista que la derecha popular. No veo, pues, razones suficientes para no seguir comprometida con el partido socialista como independiente.

Victoria Camps es catedrática de Ética de la Universidad Autónoma de Barcelona y senadora independiente en el grupo socialista.

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