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Pureza e impureza políticas

El reciente debate sobre el Estado de la Nación ha dado pie a muchos y varios enfrentamientos; entre gallos de pelea, de antiguos y modernos; de prácticas políticas e incluso, pese a los denodados esfuerzos de los principales participantes por evitarlo, de conceptos. Al menos, dos conceptos de la política: la pura y la impura. En los últimos meses ha sido usual tildar de impuras ciertas actitudes políticas. Así, cuando los nacionalistas vascos condicionaron su entrada en el Gobierno a cosas tales como la estrategia industrial o el presupuesto previsto para ella, se consideró que mezclar el poder con sus objetivos era síntoma de imperdonable impureza. Y otro tanto ha ocurrido cuando CIU ha apoyado al Gobierno sobre la base de una determinada política económica y autonómica. ¿A quién se le ocurre condicionar la gobernabilidad nada menos que al modo con que se gobierna? Incluso quienes han insistido en la necesidad de debatir sobre cosas más que sobre conductas son tildados de impureza.El reproche responde a una determinada idea de la política. Hay quien hace teoría aún sin saberlo. Con la misma agudeza intelectual con que los vegetales producen clorofila. Así se entiende por política pura aquélla que trata sólo del poder. De cómo conservarlo y conseguirlo; de cómo, para ello, utilizarlo y combatirlo. Incontaminado de toda otra realidad externa. De ahí, el reproche común, según el cual los políticos se ocupan sólo de sus cosas. La política se torna, así, un juego de ajedrez que agota en sí mismo su contenido. Política pura equivale a sólo estrategia. En consecuencia, sería impura la política enturbiada por la administración de las cosas. Por ese hablar de agricultura que Aznar consideraba impropio de un político. A resultas del debate, sin embargo, parece que los calificativos debieran invertirse. Sin duda los españoles se asomaron a la pequeña pantalla con la esperanza de contemplar un divertido espectáculo, más o menos como sus lejanos antepasados mediterráneos se asomaban a los juegos del circo. Pero, más allá y más acá de tales atavismos, los españoles -y los inversores extranjeros, que tan importantes son para la vida- querían oír hablar más de la recta administración de las cosas que de rivalidades, ilusiones y ambiciones personales.

Los ciudadanos estamos preocupados por los valores, en crisis, y las cifras de desempleo. Pero, a decir verdad, fue el señor Anasagasti quien habló, muy bien, de valores y el señor Molins, con rigor, de políticas concretas. Porque no contribuye a la renovación de los valores invocar el Estado de Derecho por quienes hicieron dogma del uso alternativo del derecho. Ni satisface las preocupaciones ciudadanas la reiterativa impugnación de lo que hay sin asumir la responsabilidad de exponer lo que se quiere hacer.

La política ha de servir para resolver problemas de la comunidad. Problemas de convivencia compleja, de recursos escasos, de servicios útiles cuando no indispensables a la vida ciudadana. Y la política será tanto más pura cuanto mejor cumpla ésta su exclusiva finalidad. La pureza no describe la incontaminación con la realidad, sino que valora su funcionalidad. Las ambiciones legítimas podrán ser su motor, la recíproca competencia su acicate, pero ésta y aquéllas no deben hacer olvidar su meta: el servicio. Que no es reproche ni promesa, sino gestión.

Por el contrario, debería calificarse de impura la política que hace del poder, o más bien del cargo, idea tan exclusiva y excluyente que invoca su obsesión como única razon y de ello resulta ya la inmovilidad, ya la permanente apuesta por la inestabilidad. El debate sobre el Estado de la Nación ha demostrado que, entre pasiones puras de poder carentes de otro contenido, "la possession vaut tître", como dirían los civilistas de antaño. Y la estabilidad, e incluso la quietud, puede ser útil para que la impura realidad imponga su fuerza normativa: a medio plazo, la reactivación económica, que, a falta de nada mejor bastaría con no entorpecer, y la evidencia creciente de que es preciso una manera distinta de hacer política. Distinta de la del Gobierno y distinta de la de la oposición.

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