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A punta de navaja

La rigidez del reglamento del Congreso transmite a los debates televisados de la Cámara el aire de una versión coral del Cuento de la Buena Pipa: los oradores no aspiran a recibir una contestación afirmativa o negativa de sus oyentes, sino a repetir una y otra vez argumentos circulares. Los discursos pronunciados ayer por Felipe González, Aznar y Anguita se ajustaron a esa pauta habitual; sólo el cruce posterior de acusaciones mutuas hizo saltar chispas en el hemiciclo. Tras una cansina negación de las evidencias respecto a las implicaciones de los servicios de seguridad del Estado en los crímenes de los GAL y un sombrerazo poco convincente al Poder Judicial, el presidente del Gobierno ratificó su propósito de no disolver las Cortes y buscó el calor de la recuperación económica para transmitir noticias optimistas sobre el empleo, la inflación y el déficit, Aznar adoptó el enfoque opuesto: pidió elecciones anticipadas, recordó con minuciosa delectación los escándalos de los últimos meses e hizo una interpretación de la coyuntura económica menos eufórica y orientada a restar cualquier mérito al Gobierno en su eventual mejoría.El combate dialéctico librado por los protagonistas del debate dejó escaso margen a las esperanzas puestas en un inmediato apaciguamiento de la vida pública. Felipe González volvió a recordar maliciosamente desde la tribuna las evidentes desemejanzas existentes entre las Constituciones de 1876 y 1978: a diferencia de la España de la Restauración, el Rey no puede ahora retirar la confianza al Gobierno y designar presidente del Consejo de Ministros al jefe de la oposición para que amañe las siguientes elecciones desde el Ministerio de la Gobernación. Pero, la obvia imposibilidad de un regreso caciquil al turno de partidos predemocrático no implica que el Gobierno y la oposición no puedan discutir los pros y los contras de una disolución anticipada de las Cortes cuando surjan dificultades para agotar una legislatura. En cualquier caso, los partidarios de luchar por el poder a punta de navaja como guapos de taberna, al estilo de los ataques lanzados contra Suárez por algunos deslenguados socialistas en la segunda mitad de 1980, carecen de autoridad suficiente para quejarse de que sus adversarios recurran a procedimientos poco caballerosos o a la violencia verbal para ganarles en majeza.

El fantasma sanguinario de los GAL, el espectro ratero de la corrupción y los duendecillos malversadores de los fondos reservados materializaron ayer sus ectoplasmas, sobre todo al conjuro de Anguita; los esfuerzos del presidente del Gobierno por exorcizar su presencia fueron inútiles. Por supuesto, las eventuales responsabilidades penales de los altos cargos policiales acusados de terrorismo de Estado sólo podrán ser dilucidadas por los tribunales. Pero la pregunta que ayer flotaba en el Congreso. no tiene naturaleza penal ni se contesta con una apelación a la presunción de inocencia procesal: sólo se interesa por conocer las responsabilidades políticas contraídas por el Gobierno socialista durante el largo periodo en que los organizadores, reclutadores, pagadores y encubridores de los mercenarios de los GAL acamparon con total impunidad en el tronco y en las ramas de la Administración española.

En las cuadrillas de amigos que recorren los bares no suelen faltar los aprovechados que se apuntan a todas las rondas y consiguen beber siempre de gorra. También hay políticos que nunca pagan las copas; ese síndrome incluye la fea costumbre de confiscar en provecho propio los éxitos colectivos y de endosar a los demás los fracasos comunes. Mientras los GAL asesinaban a 26 personas y Roldán comenzaba su pasmosa carrera en el Ministerio de Interior, José Barrionuevo, actualmente diputado del PSOE, era el titular de ese departamento en un Gobierno presidido por Felipe González: la cuestión extrapenal que domina nuestra vida pública es saber quién asume la responsabilidad política de esas tristes copas todavía sin pagar.

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