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Pulp fiction (II)

Ángel S. Harguindey

-A Manuel Vicent

Están sentados en una freiduría de la calle de San Bernardo. El olor del aceite lo inunda casi todo: es un olor fuerte, espeso, de los que dejan huella en el pelo y en la ropa. Los parroquianos hablan a voces; no. quieren ser derrotados por el televisor en el que están emitiendo de nuevo un programa de chistes. La pareja apenas habla. Las circunstancias son más fuertes que su tono de voz. Cada uno de ellos oculta una pistola y han decidido desplumar lo que se mueva.

Los dos macarras enfilan el paseo de la Castellana camino del Barrio del Pilar: van a partirle la cara a dos imberbes que les chulearon 25 papelinas. De ellos no se ríe nadie y menos un par de capullos. El barrio está como siempre: inhóspito, duro, con un índice de suicidios similar al de Suecia. Paradojas dé la vida: el Estado del bienestar y el Estado de la especulación urbanística salvaje encuentran en la autoinmolación el denominador común.

La novia del capo se arregla las uñas con desgana y profesionalismo. Sabe que dentro de un par de horas la vendrá a buscar un hortera que trabaja para su hombre. Que la paseará, que tomarán unas copas y que tratará de meterle mano. No le importa demasiado: en el fondo sabe, que cualquier demostración de deseo ratifica la convicción de que todavía mantiene el punto. El día que salga con alguien que la trate con respeto sabrá que habrá empezado su decadencia.

El capo se encerró en un chalet de las afueras reconvertido en timba ilegal de póquer. Son cinco a la mesa: un juez,, un escritor, un director de series de televisión, un judío-árabe y el susodicho. La partida puede durar un par de días, por eso le pidió a uno de sus macarras que paseara a su chica aunque, eso si, advirtiéndole de que si se sobrepasaba le iba a poner los cojones de pendientes.

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Los macarras hace tiempo que tiraron la toalla: en primer lugar tardaron más de 15 minutos en poder entrar en el edificio del Barrio del Pilar. Nadie contestaba al telefonillo y el trasiego en el portal era escaso. Después subieron los cinco pisos andando por culpa del escueto cartel ("No funciona") colocado tiempo atrás en el ascensor. Cinco largos minutos llamando, aporreando, a la puerta: no había nadie. Un par de maldiciones y vuelta al hogar. Ya sólo le quedaba media hora para arreglarse, meterse un pico y recoger a la novia del capo. Su compañero tenía un plan menos sofisticado: ir con su pandilla y unos bates de béisbol a buscar moránganos o maricones. A ver cómo se daba la noche.

La discoteca era lo más parecido al infierno: cerca de dos mil personas hacinadas, una música bakaladera a todo volumen, el discjockey en el púlpito controlando el akelarre y los rayos láser estimulando la estupefacción de las masas alucinadas por esa especial síntesis de tecnología y química de diseño. A la novia del capo le metía mano todo el mundo menos el macarra que no paraba de vomitar por el jodido corte del pico. A saber lo que le habían vendido.

La partida de póquer se había suspendido precipitadamente: al judío-árabe, o jordano, o libanés o lo que fuera, le había dado un infarto con un par de ases en la mano. No quedó ni Dios salvo el baranda del garito y su ayudante. El capo estaba de mala leche: había perdido dos kilos y justo cuando le empezaban a entrar buenas cartas iba el jodido ese y se desplomaba sobre el tapete.

De la discoteca se fueron a buscar un sitio abierto para comer algo. Se metieron en un local gay. de la cuesta de Santo Domingo en el que el número fuerte consistía en que un ex camionero operado enseñaba su nuevo e indescriptible. sexo: una raja horizontal donde debía ser vertical. La escasez de dinero le llevó a la consulta de aquel carnicero alcohólico con un diploma de cirujano en la pared. Hacia las seis de la madrugada ofrecían unas fuentes de conejo al ajillo: sexo y gastronomía hermanados por un concepto del placer peculiar, recio e intenso. De allí se fueron hacia la calle de San Bernardo. Un buen carajillo conseguiría relegar al olvido el sabor del conejo. El impacto visual del operado sena mas duradero.

Los tórtolos de la freiduría se quedaron perplejos al ver entrar en el local a un señor tan elegante y con una evidente cara de mala leche. El capo se apoyó en la barra y pidió un café solo doble. Cuando estaba revolviendo el azúcar vio entrar a su chica con el macarra. Una ligera sorpresa, un beso, unas palmadas en la espalda... justo cuando les estaba explicando por qué se había acabado la partida antes de tiempo entraron los dos imberbes del Barrio del Pilar. Al descubrir al macarra apoyado en la barra iniciaron un movimiento de huida, coincidente con el de aproximación del que se consideraba estafado.

Nadie pudo acabar ningún movimiento ni entender nada porque todo fue demasiado rápido y, fundamentalmente, demasiado irreversible. Los jóvenes atracadores sacaron sus pistolas a la vez y dieron los gritos de rigor. Uno de los imberbes tropezó con el joven en su afán por ganar la puerta, se disparó la pistola y la bala se incrustó en una de las dos bombonas de butano que estaban en un lateral de la barra a la espera de ser colocadas bajo la plancha. No quedó nadie vivo. Sorprendentemente el televisor siguió funcionando.Le tocaba el turno a un señor mayor, repeinado, que contaba los chistes como si fuera parapléjico. Eso y un calendario de la Unión de Explosivos con una gitana imposible.

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