Sangre
Me alegra la nueva ley sobre los mataderos, tan humanitaria y europea. Ahora sólo falta que se vigile su cumplimiento: porque las reses destripadas no votan, los cerdos degollados no escriben columnas de opinión contra el Gobierno y los corderos despellejados vivos no organizan manifestaciones enojosas. Quiero decir que los mataderos son las catacumbas de un país, ese lugar necesario y sanguinolento del que nadie tiene memoria. Si se transgredenlas leyes más prioritarias y comunes, y hay funcionarios y prohombres de la patria que roban, estafan y asesinan, ¿cómo puede una confiar en que alguien se moleste en hacer cumplir una pequeña ley que sólo sirve para proteger del horror a los animales? Cuando he mencionado antes a los corderos despellejados vivos no me estaba permitiendo una licencia truculenta: según un informe de la Asociación para la Defensa de los Derechos del Animal sobre los mataderos españoles, "gran parte de los terneros, ovejas, cabras y conejos están todavía conscientes cuando son desollados". Es una frase que hace que se te atragante el bistec y que tu bolso de piel se te antoje tan viscoso como un coágulo. ¡Qué alivio es no saber, y qué fácil es cerrar los ojos! Se me ocurre que estos mataderos de pesadilla son un emblema de nuestra sociedad: que otros maten, que otros roben por nosotros. Que otros ejecuten la atrocidad. La confortable ignorancia con que nos comemos el jamón de un cerdo que se pasó 40 horas aplastado dentro de un camión, con las patas rotas y agonizando tiene mucho que ver con las demás brutalidades de la vida: desde las mujeres apaleadas a muerte por sus maridos hasta los repugnantes asesinatos de ETA. Cuando los humildes sótanos del país están llenos de tanto dolor innecesario y de tanto tormento, es porque el edificio entero huele a sangre.
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