Camus y Orwell, en Chechenia
En uno de sus ensayos escribe Orwell que, ante un grupo de policías enfrentado a los obreros, no necesitaba averiguar qué ocurría para sentirse solidario de estos últimos. Y, en una famosa declaración, Albert Camus explicó por qué no tomaba partido a favor de una causa justa como la independencia de Argelia Í con este úcase: "Porque entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre" (ella había sido una sirvienta española de Orán).Es fácil descalificar ambas tomas d e posición como ligeras y sentimentales, demostrando que hay ocasiones en las que la policía, y no los obreros, pueden representar la justicia y la razón y que una moral construida sobre el solo fundamento del amor filial podría llegar a aberraciones como justificar las parrillas y hogueras de la Inquisición y los hornos crematorios de Hitler. Pero, después de lo ocurrido estos últimos días en Chechenia, creo haber entendido la profunda verdad escondida en la afirmación de Orwell y en el exabrupto de Camus, que, confieso, siempre me atrajeron aunque me parecieran indefendibles. Ahora, gracias a Yeltsin, sostengo que son política y racionalmente inobjetables.
Como a todo el mundo (espero que como a todo el mundo), el salvajismo de los bombardeos de la aviación rusa con bombas de fragmentación contra la población civil de Grozni para quebrar, aun a costa de un verdadero genocidio, su heroica resistencia, no sólo me ha indignado y hecho desear, con todos mis sentimientos e instintos, la derrota de las fuerzas de Yeltsin. También ha tenido la desasosegadora consecuencia de volver a mis ojos presentable y justa una causa, la encarnada por el general Dzhojar Dudáiev y sus partidarios, que mis ideas y convicciones rechazan sin la menor contemplación: el nacionalismo.
Recuerdo haber visto las estremecedoras imágenes tomadas por el equipo de camarógrafos de la BBC en las calles en escombros de la capital chechena, en las que aparecen los niños mutilados, los ancianos desventrados y las casas machacadas por. la artillería pesada rusa enviada por Yeltsin y sus generales para salvar la cara y hacer olvidar la ineptitud de los estrategas que planearon el primer asalto al palacio de Grozni, mandando al matadero a cientos y acaso millares de jóvenes reclutas, con un asco y una indignación retrospectivos por el editorial de The New York Times, que leí unos días atrás, en un vuelo entre Nueva York y Miami, aprobando la decisión del Gobierno ruso de quebrar por la fuerza la rebeldía separatista de Chechenia.
Sin embargo, cuando leí aquel editorial no me indigné. Me pareció arriesgado conceder ese cheque en blanco para una acción militar a un régimen tan dudosamente democrático como el de Yeltsin, pero las razones de The New York Times, las mismas que esgrimieron todas las cancillerías occidentales -sin excepción- para apoyar la ofensiva militar de Moscú contra Grozni, eran de mucho peso. En efecto, el triunfo de la secesión chechena podría constituir un incentivo irresistible para que los noventa y pico de repúblicas, territorios y protectorados que se hallan dentro de la Federación Rusa, y que tienen tantos (o incluso más) agravios históricos, religiosos y culturales como Chechenia para reclamar su soberanía, optaran también por la independencia.
¿Acaso no hay en todos esos lugares políticos o politicastros tan demagogos y faltos de escrúpulos como el ex aviador soviético Dudáiev, capaces de inflamar a un pueblo entero con el argumento nacionalista o religioso y precipitarlo en las más descabelladas aventuras? De una guerra generalizada del ya bastante humillado Ejército ruso contra un centenar de secesiones en lo que queda del imperio erigido a sangre y fuego por esa sucesión de déspotas que va de Iván el Terrible a Stalin, sólo podrían resultar dos catástrofes: la instalación en Moscú de una feroz tiranía castrense que mantuviera los restos de la Federación mediante de portaciones, esclavitud y crímenes colectivos comparables a los de la era soviética, o una absurda proliferación de republiquetas tercermundistas, armadas varias de ellas con armas nucleares, lo que pondría al planeta entero en una situación de riesgo gravísimo. En estas condiciones, ¿no resulta inevitable -el llamado mal menor-, cerrando los ojos y tapándose la nariz, apoyar a Yeltsin?
Ésta fue la conclusión a la que llegaron los Gobiernos de Washington, de Tokio, de los países miembros de la Unión Europea, y por eso todos ellos tienen ahora su parte de responsabilidad -al igual que la tienen muchos periódicos tan respetables como The New York Times, que justificaron la acción militar rusa contra Chechenia en la bárbara matanza de inocentes y en la destrucción de militares de hogares que hemos visto. Ahora, después de la tragedia, podemos, como en el verso de Vallejo, juzgar en frío, imparcialmente, su conducta y afirmar que su razonamiento fue falaz y despreciable.
La equivocación menor que cometieron fue olvidar que, hoy, el mundo, por fortuna para todos, se ha internacionalizado y que, en el plano de la información, no existen fronteras. De manera que las consecuencias de respaldar una acción bélica ya no quedan, como antaño, en los archivos, para que las analicen los historiadores e indignen a la posteridad, sino que, a través de los medios, llegan vivitas y coleando hasta el corazón de los hogares. Y hombres y mujeres en el mundo entero pueden ver con sus propios ojos lo que, en los hechos, significa "un mal menor" encarnado en bombas, misiles y cañones vomitando fuego contra una población civil. Eso es lo que sucedió y el resultado de todo ello fue la embarazada, farisea media marcha atrás de las cancillerías de Occidente, cuando Grozni era ya una ruina humeante, pidiendo a Yeltsin que respetara ¡los derechos humanos de los chechenos!
Pero su equivocación principal e imperdonable fue no haber tenido en cuenta la lección que nos dieron, en su conducta y en sus obras, gentes como George Orwell y Albert Camus: que no hay causas justas sin medios justos, que no son los fines los que justifican los métodos, sino los métodos los que justifican los fines, y que, pura y simplemente, no hay finalidad política, social, económica o religiosa que sea digna si para alcanzarla hay que pasar por la institucionalización de la tortura o la indiscriminada degollina de inocentes.
En vez de haber acabado con el nacionalismo checheno, la acción brutal de los rusos ha tenido el efecto contrario: ha sido una poda, lo ha legitimizado, ha servido para arrojar hacia el bando de Dzhojar Dudáiev el vasto número de moderados que, muy sensatamente, preferían a la independencia una amplia autonomía dentro de una laxa Federación Rusa, lo que, en realidad, es todavía esta mancomunidad de territorios y países interdependientes. No sólo porque de este modo tenían mejores perspectivas económicas, sino porque esa alianza daba mayores posibilidades al establecimiento de un régimen de democracia y libertad en Chechenia, algo incompatible con el régimen autoritario y fundamentalista de Dudáiev, a quien hemos visto ya dar públicas muestras de su desprecio por las consultas electorales y las prácticas democráticas. Pero, ahora, entre los sobrevivientes de la metralla indiscriminada llovida sobre Chechenia por órdenes de Moscú, ¿quedará algún checheno lo suficientemente temerario para alertar a sus compatriotas contra los peligros del nacionalismo y predicarles la amistad y la alianza con los rusos?
Como en Bosnia, los jefezuelos hambrientos de poder que precipitaron a las tres comunidades en el cataclismo que sabemos y del que resultó, en efecto, algo que antes no existía, una adopción generalizada por las poblaciones de las tres de la alternativa nacionalista, el general Dzhojar Dudáiev ha conseguido, gracias a la sangría que provocó con su rebelión, su objetivo de unificar a los hombres y mujeres de su país detrás del obtuso nacionalismo que él predica. Realidad que parece irreversible en un futuro inmediato, pues es obvio que, para asegurar su relativa victoria, a Rusia no le queda ahora otro camino en Chechenia que el de actuar con la violencia y el recelo del conquistador hacia el conquistado, lo que será un formidable combustible para la hoguera separatista.
¿Había, pues, una alternativa a la acción militar que los Gobiernos occidentales hubieran debido exigir a Moscú? Sin ninguna duda. La de la negociación, las sanciones económicas y diplomáticas contra el Gobierno rebelde, el apoyo político a las fuerzas chechenas no nacionalistas y moderadas, que, no lo olvidemos, habían sido mayoritarias en la última consulta electoral (no muy pulcra, es verdad); en fin, cualquier cosa -incluida la concesión de la independencia menos la que apoyaron Europa y Estados Unidos, pues, como ha quedado demostrado, el empleo de la fuerza resultó la peor opción: ha llenado la tierra de Chechenia de cadáveres inútiles y, en vez de resolver, ha agravado el problema de la secesión.
No niego que el pacifismo sea iluso e inaplicable en muchas circunstancias. Hay ocasiones en que el uso de la fuerza es la única opción que cabe, si renunciar a ella significaría provocar infortunios o tragedias peores que las que derivan siempre de una acción bélica. La intervención militar en Haití, para poner fin a una dictadura sanguinaria y restablecer un Gobierno legítimo, es uno de esos casos en los que la fuerza resultaba el mal menor. Pero en todos los casos, es imprescindible para regímenes basados en el Estado de derecho y que proclaman su respeto a los derechos humanos y a la libertad antes de recurrir a ese extremo peligrosísimo estar absolutamente ciertos de que no hay otra opción disponible y de que, usando la fuerza, va a limitarse, no a multiplicar, el daño que se quiere combatir. Esas decisiones no pueden tomarse por procuración, para terceros, como las tomaron los Gobiernos occidentales apoyando a Yeltsin en el caso de Chechenia.
Combatir el nacionalismo, doctrina apasionada y de estrecho horizonte, religión de espíritus pequeños y de gentes incultas, me parece una prioridad en este fin de milenio que vivimos, así como defender, en todos los campos, la progresiva internacionalización de la vida, la gradual disolución de las fronteras, pues de ello va a depender, en los años futuros, que las victorias ganadas por la cultura de la libertad con el desplome del comunismo se consoliden o se frustren. Ésta es una batalla que hay que librar y que ganar con ideas, con razones, con acciones políticas e iniciativas económicas y culturales, con todas las armas de la inteligencia y la razón. Sin llamar a los policías a intervenir con sus garrotes a nuestro favor en la contienda -lo que significa que debemos estar dispuestos a ser derrotados-, pues, los garrotes, o las bombas, desnaturalizan siempre los debates ideológicos, y, como en Chechenia, pueden terminar dando la razón a quien no, la tiene y privando de justicia y verdad a quien las tenía. Ésta es la sabia enseñanza oculta detrás de la alegoría de Orwell y la que expresa el úcase de Albert Camus: no hay doctrina, filosofía o creencia que sea aceptable si en su nombre debo justificar que maten a mi madre.
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